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portada-muslos.jpgLos muslos sobre la grama
Miguel Ángel Zapata,
La Bohemia, Buenos Aires, 2006 

Por Liliana Lukin
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Encontrar el tono, el matiz no explorado en el discurso sobre una poética, si el poeta ya ha sido leído por otros poetas y esas lecturas han devenido interesantes textos, es un problema más que un desafío. El problema es doble si se trata de hacer una lectura singular sobre un libro plural: Los muslos sobre la grama, tal vez el más narrativo de los libros de Miguel Ángel Zapata, condensa una serie de motivos que trabaja y trae, desde libros anteriores, a derramarse aquí en repetición de cascada, en movimiento de mar “toujour recomencé.” Ese título, Los muslos sobre la grama, que convoca un cuerpo indeterminado y un indeterminado elemento vegetal, en relación de subordinación con los artículos masculino y femenino, de tan leve presencia, es una clave para declinar el verbo de los poemas, ausente del nombre propiciatorio del libro.

Entrar, mirar y ver son operaciones que el libro produce, aún antes de toda reflexión.

El marco, la lente, el objetivo de la cámara de fotos, la ventana fingida en un trozo de papel; recursos ficcionales para el ojo al modo de Vermeer, son el ‘dentro de cuadro’ (opuesto a lo que sería un “fuera de cuadro” en cine) que nos convierten en lectores-espectadores.

Espiar sin necesidad de esconderse, y desear espiar ese magma táctil y festivo, sería un procedimiento que nombra lo que consigue esta escritura.

El marco: una ventana como altar para los colores de la celebración de la vida, como el oratorio recamado del lenguaje y, al mismo tiempo, como el trazo irregular de carbón de un niño que delimita el territorio de un retablo; un teatro de títeres, un libro troquelado que se abre en una habitación en una casa en un suburbio de una ciudad, y es suficiente para restituir un inicio.

Insistencia, obstinación en crear una escena que puede o no ser de la índole de la ‘novela familiar’: recorte en que ocurre la secuencia de ideas. Allí la percepción se hace lenguaje frente al dibujo del empapelado de una pared que no podría ocurrir si se abriera la puerta, entrara otra luz o el universo entero pidiera otro modo de representación: no una visión del mundo, sino un mundo preparado para la visión que el poema construirá en esa experiencia.

Lady Godiva pasa por esa ventana, frente al mar de ese marco, ajena a la trampa que el texto abre continuamente: las palabras convocan una serie que no entra.

En un movimiento contrario, el yo del poema mira hacia adentro de esa ventana, mira desde arriba, mira desde adentro el adentro, y entonces aparecen elementos de ‘lo fantástico’ absolutamente verosímiles, o de ‘lo real’ envueltos en el aura de ‘lo soñado’.

Compuesto en partituras visuales arma paralelos en el ordenamiento del mundo: cada cosa es nombrada otra vez, en el mismo, en otro poema, para garantizar la posesión en un ritual. Pero la mística que se insinúa es la de la escritura y pide sólo la fe de la lectura: la estética de Zapata es un continuum que estos poemas puntúan, a la manera de las viñetas que narran la historia completa de un hombre. (La cita a textos propios, que resuenan en quien haya leído lo que antecede en su obra, funciona como serie de ecos de la misma subjetividad, desarrollada en un tiempo que es el de la Historia, ajena a los textos que parecen borrarla, pero cuya data, en la sucesión de los libros, cuenta).

Dedicar los poemas escande el libro y es también un acto deliberado de orquestación: diversidad de sonidos e instrumentos convocados para una sola situación, pero cada situación construye a su vez el enunciado de un sentimiento: color y forma para recrear un mito, un prototipo, unos personajes, el horizonte de un recuerdo que ya se va, aún antes del fin del poema.

El cuervo de este universo, tan interpretado como significativo, no es el de Vallejo ni el  de Poe: es el cuervo de Zapata. En la mezcla de idiomas y modos del idioma (el tú, las frases en inglés, las anomalías sintácticas que habilitan un sentido caprichoso que el poeta induce o el formato infantil de una gramática anterior al lenguaje) ese pequeño animal parlante se convierte en la enorme voz del testigo que reaparece, texto a texto, en homenajes no ingenuos, pero sí inocentes. Para un poeta peruano que reside en ‘el país del norte’, el cuervo, podría decirse, es el cruce entre las referencias a la tierra originaria y a la de adopción, pero es también el límite del vuelo que esa mixtura promete: más cerca de los árboles altos y de los patios que conectan intimidades, que de un destino de grandes cumbres y desolaciones sin figura humana.

Casi Las alas del deseo, un libro en blanco y negro que se matiza con densos acuarelados, en el abanico de un realismo que remonta a Chagall en lo celeste, a Magritte en su imaginería, a la estática de las  mujercitas de Balthus, estableciendo el juego de las emociones que se preparan desde la letra: la razón del corazón se traduce como religión de lo visible. Así, lo doméstico se encuentra en el rango de los dioses y lo idealizado permanece en el rango de los pequeños paisajes de lo posible. En el borde del ojo, en la frase, en la grama, cuyo cielo tiene límite preciso y precisa adjetivación, y es salvaje pero está dentro del marco, la escritura articula poesía, y esa es la cuerda que esta música toca, ésa, la dulce melodía.
 


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