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 Casa en ruinas, Arlette Luévano

CASA EN RUINAS
Arlette Luévano, 
Ediciones La Rana,
México, 2007

Por Claudia García Parada
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Casa en ruinas es un libro que aborda una experiencia universal: el lugar que habitamos también nos habita. El sillón en el que solemos sentarnos y amoldamos noche a noche con nuestro cuerpo, también nos amolda. Las cosas que nos rodean no envejecen solas. Las imperfecciones que les causa el tiempo, nos recuerdan las propias; son un reflejo, a veces fiel, de nuestras arrugas, de nuestras cicatrices y de nuestros abandonos. La mancha de humedad que carcome aquel muro parece aludir a los fantasmas que carcomen nuestra propia alma.

¿Y qué sucede cuando no habitamos solos esa casa? ¿Qué sucede cuando compartimos ese espacio? Irremediablemente, los otros nos habitan también. Es una experiencia universal: todos provenimos de una casa. No se trata de un lugar, o mejor, el lugar no es sólo un espacio, es nuestro origen y nuestro origen somos nosotros mismos. Es la semilla de la que se desprende lo que somos.

La experiencia que leemos en Casa en ruinas es íntimamente humana, se conforma de sentimientos ambivalentes y se desarrolla en el ámbito de lo ordinario, de lo cotidiano, y por esto mismo, es la savia que alimenta la vida. La vida de cada uno está llena de cosas sencillas que se vuelven sagradas. Las pláticas a media voz en la cocina materna se convierten en un ritual que, cuando pasa inexorable el tiempo, uno quisiera al menos, conjurar.

Arlette Luévano nos abre las puertas de su casa. Nos invita a recorrerla declarando la inocencia que atesora y que siente perdida: “¿Quién dirá que la inocencia yace en mis palabras?”. Pero sabe bien lo que su voz esconde: “tres versos de un poema para niños” y “la voz de alguien que sí tiene algo que decir”. En sus conjuros se pierde, como uno se pierde en los recuerdos:
no sé a dónde han ido mis palabras
no hay aire
            papel
            o carne
            que las haya recibido.

La experiencia individual, la sentida, las caricias de la madre, el desamor, las rencillas y disputas, la muerte de un ser amado, son, finalmente, intransferibles, y por eso afirma categórica:

las oraciones que no he dicho
se pudrirán sobre la lengua.

Sin embargo, la literatura está hecha de palabras y las palabras significan: “La palabra es todo el aire que nos queda”. (Advirtió ya Arlette en su poemario Tercera persona).

Nos abre su casa, una casa que lo sabe todo: “sus techos/ sus patios/ sus paredes siempre despiertas/ son los muchos ojos de un corazón inextinguible”. Y nos narra un origen: “un castillo poblado por mi hermana y sus sirenas”, un padre “lluvia púrpura” con “heridas de arena”, su madre “un girasol en llamas”, un hermano “tempestad”, y por eso mismo el destino que irrevocable conlleva: “reconocemos nuestra condena/ en los ojos del otro”.  Nos habla de sus sueños, de los sueños que todos tenemos por salir de nosotros mismos y que son distintos para ser más nosotros mismos. El sueño de salir de casa y habitar un lugar distinto: “Soñé que otra era mi casa/ que mi nombre pertenecía a otra sangre”. Y saber, definitivamente, que nuestro origen nos acompaña siempre, que no podemos ser sino quien somos: “aún así llegó la tormenta/ ni entonces/ logré sobrevivir”.

La casa abrió las puertas, no porque sus moradores habiten en un lugar distinto, sino por el devenir mismo del tiempo (que se corrige a sí mismo). Y la casa, ahora abierta, de cualquier forma nos habita, es una prisión

donde     hace muchos reinos
        cayeron los muros
        se abatieron las rejas

Pero seguimos aquí
sin avanzar un paso
                ya no hay guardias
                ni celadores.

El único modo de construirse es partiendo de quienes somos: “la única forma de libertad que aún nos queda/ se encuentra ahora bajo un manto de cal/ irreductible”.

La casa es ahora otra, se habla de la existencia de “un refugio duradero”.  Y ante el oasis siempre la realidad desértica, el “sin embargo”: “hay que buscarlo desde las alturas/ y luego hay que asaltarlo allanarlo/ profanar la tierra virgen/ matar violar destrozar/ [para] conquistar nuestra salvación”. Pues, así es “esta casa que llamamos mundo” (nos dijo anteriormente en Informes sobre trenes que llegan y desaparecen).

Y ya no es cuestión de despedidas: “para qué/ de quién// no sé si alguien escucha”. Sólo queda el conjuro: una carta a la madre sobre el árbol de la infancia que con bondad calla y, con amargura, se deja morir. Una carta que no espera otra respuesta que el silencio confidente de saber que la extraña, desesperadamente. Y el árbol es así la madre. Y el tiempo que no cesa en su paso: “la casa envejece más de prisa/ porque ha presentido la eternidad/ que viene a instalarse en sus escombros”. En el paraíso donde hay ángeles y desvalidos, quién habrá que recuerde los pasos que pisamos día a día, los caminos que transitamos que aunque distintos, son siempre los mismos; para eso quién habrá “que recuerde nuestra memoria”, se pregunta. Sólo queda una casa tragada por un mar de llamas enteramente verdes.

Casa en ruinas es un poemario que se lee con placer. Y como todo lo placentero, no sin cierto sufrimiento. En un lenguaje sencillo, incluso a veces dulce, nos ofrece las espinas de la vida, los latigazos que espolean nuestra existencia. Este es un poemario que desde el primer verso se vuelve una lectura ineludible, uno de esos pocos libros escritos para leerse de golpe.


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