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palabras-de-la-muerte.jpg Palabras de la muerte
Màrius Torres, (compilador)
(Prólogo de Antonio Jiménez Millán)
Editorial DVD
Barcelona, 2010.

Por Andreu Navarra Ordoño

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No. 38 / Abril 2011

 
 
Por fin alguien empieza a hacer las cosas como se debe en el ámbito de la literatura catalana. Hace cinco o seis años, no sabría precisarlo, y tampoco importa demasiado hacerlo, se creó la primera editorial exclusivamente de bolsillo que ha ido poniendo al alcance de todos, los grandes clásicos contemporáneos catalanes, al lado de grandes éxitos extranjeros; seguramente alguien empezó a entender que la gente, en general, estudiantes o clases medias que leen en el metro, no se gastan veinticinco euros en una novela, excepto si es para un cumpleaños, por Navidad, o porque realmente el libro les parece relevante y se permiten un capricho de los de una vez al año.

El libro que reseñamos hoy responde quizás al paso siguiente: hay que sacar a pasear por el mundo a la gran literatura catalana, hay que defenderla por los cinco continentes, tanto en Frankfurt como en Madrid y en América. Y esto implica, aunque poco les guste a los no pensadores de la banderita, traducir a los grandes poetas catalanes al castellano. Pero no para adaptarlos a un contexto invasivo, ni para hacer que pierdan su esencia catalana. Es más bien al revés, lo que hay que defender es la idea de que existe una cultura nacional inequívocamente potente que parece que hable en susurros, como la húngara, arrinconada entre estados gritones, entre estados apisonadora. Porque siempre ocurre que, atrapados en las máquinas colectivas, encontramos lectores receptivos, ajenos a límites, dispuestos a paladear la gran literatura venga de donde venga.

El libro Palabras de la muerte es una traducción colectiva (quince traductores han participado en ella) publicada en motivo del centenario del nacimiento de Màrius Torres, que se propone colocar a este poeta imprescindible donde le toca, es decir, al lado de Rilke, al lado de Trakl y de Cernuda, al lado de algún que otro Rimbaud, en el tercio de los exploradores de la lucidez que recogieron los rescoldos del Romanticismo y supieron arrancarles nueva luz.

Escritor emplazado para morir durante siete años de reclusión en un centro sanitario, Torres conoció como nadie la convivencia con el horror íntimo, y de allí extrajo el zumo de su creación reveladora. Una obra creativa que deslumbra con la sordina de la reflexión estética, pues para Torres un poeta no era más que alguien que plasmaba su personalidad al margen de cualquier moda, y para eludir lo superficial es imprescindible meditar cada partícula del propio discurso.

Otra idea positiva que deberíamos celebrar: los poemas de Torres son este año, lectura obligatoria para los estudiantes de bachillerato, y circula ya una edición escolar comentada de sus mejores composiciones. Se trata de otra invitación a disfrutar de un poeta tan selecto, cuyos poemas, lo repetimos, poseen una oscura transparencia que no puede dejar indiferente a nadie.

Y por mucho que se hayan esforzado los traductores del volumen, que nos han dado la mejor de las versiones posibles, resulta obvio que la versión original es siempre la más pura, la más perfecta, porque hay un tono que es el ser del catalán metido en verso, un medio tono con el que se dicen las cosas verdaderas, el grandísimo tono menor de la verdadera metafísica. El catalán en verso es, como diría Kurtz, una punta diamantina que salta sobre los siglos y las décadas, y perfora al hombre actual venga de donde venga. Me ocurre lo mismo cuando leo a Hölderlin: no puedo hacerlo en español. Yo sólo puedo leer a Hölderlin en catalán, sólo este idioma creo que se acerca a la intención original de ese otro merodeador de abismos.

Tratad de decir lo que dice Gamoneda cambiando su léxico por palabras tópicas, por metáforas que busquen sorprender, por significados manidos: lo perderá todo. Así mismo le ocurre a Torres; es su diálogo con la nada lo que nos ilumina, su intenso debate con la muerte y su pura y limpia pasión por vivir lo que nos traslada a esa como luminosidad susurrada que le es tan característica. Su ciclo de canciones amorosas a Mahalta no puede dejar de recordarnos lo más depurado de Juan Ramón Jiménez.

Explica Antonio Jiménez Millán, en su breve y casi perfecto prólogo que lo deja todo en su justo lugar, que entró en contacto con la poesía de Torres a través de una canción de Lluis Llach, allí por los años setenta. Mi primer contacto con Màrius Torres fue, paradoja, un enorme cuadro de Guinovart que se exponía en la Pedrera. El cuadro era una algarabía alucinante, un amasijo torturado de cortes y rasguños, y a un margen del lienzo, como escrito en el frenesí de un psicópata, la siguiente pregunta escrita: “¿Ja heu llegit Màrius Torres?” Desde entonces he ido acudiendo a Màrius Torres como a una referencia ineludible para entender el mundo en que vivimos, un cartógrafo de los naufragios del siglo XX, como Trakl, autores de esos que son como chupitos de verdad que te acogotan y despiertan.

A la vez, tanto el documentado prólogo que precede a la traducción como los poemas seleccionados nos permiten explorar otro Torres, el Torres musical, el poeta postsimbolista lleno de preocupaciones sensoriales y de referencias sinfónicas, un Torres tan virtuoso como armónico.

Yo no puedo ofrecer algo parecido al cuadro de Guinovart, si es que era de verdad un cuadro, pero sí me gustaría plantear la misma pregunta que ese lienzo para mí inaugural, o servir de reclamo para que algún lector se acerque a Torres, como lo fue la canción de Llach para el prologuista, y trasladar mi entusiasmo por este maestro del rincón llamado Màrius Torres, a quien felizmente se recupera antaño.

  



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