El nuevo libro de poemas de Armando González Torres ejercita un eficiente y musculado movimiento de bisagra con otro volumen que el autor publicó hace tres años bajo el título Teoría de la afrenta. Ambos libros se gastan y se arregostan con un vicio sin vileza en esta articulación por cuyos tornamientos se revelan mutuamente, sin interrumpir nunca su rotación sobre un eje de absoluto desasosiego que provee un malestar literalmente contagioso. Se trata de una pasión de pus que es pura literatura de casta y costra, y por consiguiente dura vida impura. Quiero decir en suma que si antes Teoría de la afrenta pastoreó una casi metafísica nube de moscas, en su turno La peste escarba con sordo furor en la rezumante cavidad que la acción del tiempo y su delirio, al igual que los apetitos y su colmo, tienen abierta en las entrañas del hombre.
Así las cosas, el libro se llama con denotación implacable La peste, pero podría titularse también El sueño de Agatón. A este último personaje, en una versión sonambulesca del banquete platoniano que se desarrolla hacia el final de Teoría de la afrenta, González Torres le cose a los labios con hilo de noble supuración estas palabras: “Ahora, por ejemplo, sueño que estoy sangrando o en la etapa postrera de una larga enfermedad”.
A nadie se le oculta que una cosmogonía de los humores y tumoraciones de nuestra especie discurre, en manos ya de benditos, ya de malditos, a lo largo de los siglos hasta hoy. Como cultura, como literatura, y sobre todo como estado de ánimo y estación mental. En La peste de Armando González Torres, esta pauta temática adquiere un pulso de universo autoabastecido gracias a la aventura verbal de cada poema y a un principio compositivo en el que la constante extrapolación apenas transitiva entre el verso y la prosa dota al conjunto de la tensión de la forma auténticamente dinámica, la forma en precariedad y entregada a su perenne invasión del sentido. Mientras en Teoría de la afrenta, nuestro autor se valió únicamente del prosema -así denominado como podemos recordar por Ernesto Mejía Sánchez- para promover mediante la sugestión discursiva de la prosa esa tensión de la forma cuya última mano de fuerza pocos poetas consiguen más allá de la así llamada solidez formal, en La peste las piezas en verso, aunque menores en número respecto a las piezas en prosa, fijan decisivos tramos de flujo y resistencia en el trazo de un circuito textual abocado a la cronicación y al especilegio de las enfermedades.
En la cadena sintáctica de los versos, con sus paralelismos y yuxtaposiciones bien temperados, así como en las cláusulas de los prosemas, con sus coordinaciones y subordinaciones bien trabadas, la aventura verbal de este libro se extrema en fecundidad que es facundia de un apóstol de los llagados o de un depravado imitador de voces. Aquí se trovan y se traen con tiento los vocablos a que cumplan un mundo en drenaje de sanguazas. Cada voz, desde la variedad y la abundancia, se lexicaliza gradualmente hasta connotar el padecer y la podre generales. Armando González Torres grafitea con sus versos la pestilencial ciudadela cuya existencia ha decretado mediante los anales siniestros que sus poemas en prosa con imperiosa pericia registran y, cabalmente cifrados, abandonan en el tiempo para sobreponer a cualquier imposible cosmogonía, nuestra siempre posible cosmopatía.