No. 45 / Diciembre 2011 - Enero 2012 

 

Cartapacios
Por Carlos López Beltrán

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No. 45 / Diciembre 2011 - Enero 2012


Un juego de equilibrios:
Algunas notas sobre la traducción literaria

 

Cartapacios
Carlos López Beltrán
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En una carta a su amigo Eduardo Jonquières de 1955, cuando traducía las Memorias de Adriano de Yourcenar, Julio Cortázar reflexionaba sobre la traducción de este modo:

Traducir no es buscar equivalencias. O, mejor dicho, la traducción traiciona cuanto más leal es… si yo leo en francés que Adriano se enamoró de un joven soldado y tuvo dificultades porque a Trajano también le gustaba el soldado, todo eso suena sin el menor escándalo. Apenas lo pongo en español (en un perfecto juego de equivalencias), el pasaje adquiere una grosería, una rudeza, un tono marcadamente escandaloso. Es que en realidad no se trata de la misma cosa. Una mentalidad francesa piensa un Adriano, y una mentalidad española piensa otro. No se trata ya de la resonancia especial de las palabras en cada idioma, sino de la resonancia de los sentimientos. El amor para un francés no es lo mismo que para un hispanoparlante. ¿Cómo hay que traducir entonces? Casi se está tentado a volver a las técnicas de “adaptación” del siglo XVIII, cuando los Moratín, por ejemplo, traducían a Molière despanzurrándolo al gusto madrileño. En el fondo eran más fieles que nosotros, si conseguían recrear sentimientos análogos –no ya iguales—a los del lector francés de Molière.



Seguramente asociada a su experiencia de exiliado, y al espíritu filosófico de sus tiempos, esta visión de Cortázar de que en los espacios culturales, asociados cada uno a una lengua, existen entramados sentimentales (o ideológicos) diferentes que no son traducibles fragmentariamente por medio de enunciados simples, sino en todo caso a través de espejeos y equivalencias emocionales, es sumamente problemática. Encierra una jungla de asuntos y líos semánticos, antropológicos, sicológicos y culturales que recuerda a aquella metáfora de Darwin de la ribera enredada (o el manglar).

La intraducibilidad radical de las connotaciones y resonancias espirituales de una lengua a otra está, claramente, detrás de la conocida fama de traidor del traductor literario. La cuestionable premisa mayor que subyace a esta postura es que la cultura y la lengua en especial, diferencian a tal grado a los seres humanos que los aísla verbal y emocionalmente unos de los otros. Nuestra común humanidad nos permite imaginarnos y representarnos desde la distancia pero no coincidir. La traducción tendría aquí el objetivo único de “recrear sentimientos análogos” pero jamás vincular, reunir ni ampliar la capacidad de simpatizar y de sentir-con el otro en un espacio compartido. Al concebir los espacios culturales y lingüísticos como islas autónomas auto-contenidas, la posición cortazariana nos condena a un autismo estético y cultural. Eso me parece inaceptable. Las culturas y las lenguas no son islas; están conectadas de múltiples maneras y en varios niveles (biológicos, sicológicos, lingüísticos, estéticos…) que la traducción literaria virtuosa puede perfectamente reconocer y poner en juego al hacer sus tareas. Nuestra común historia y nuestra compartida humanidad hacen mucho más que servir de puente o de espejo para la traducción literaria: posibilitan la instauración, en un espacio nuevo y original, de un vehículo de trasvase –de comunión- entre dos lenguas y dos modos de sentir distintos que dejan, al menos en ese oasis, de ser distantes.

La sugerencia holista (anti-reduccionista si se quiere) de Cortázar es ambigua. Bajo una lectura pareciera que cree en la existencia de un noûs especial, que quizá sólo unos pocos posean, para extraer el espíritu de una obra (de un poema por ejemplo) y que una vez conseguido, el traductor puede olvidar el ropaje en el que lo halló (las palabras originales), y dedicarse a re-encarnarlo en otra e independiente red de palabras que lo atrapen en el idioma (en el espíritu) de llegada. Pero ¿qué criterio claro podemos tener para definir y localizar, esa pretendida analogía de sentimientos? ¿Se puede realmente “traicionar” todo lo demás –forma, estilo, tono, musicalidad, sentido… con tal de dar con el sentimiento análogo? ¿En dónde está, si no en su expresión, tal sentimiento y por qué virtud resulta tan especial e in-trasladable? Hay un tenaz prejuicio en la creencia en un espíritu único en la obra original. Y éste es trasladado a su vez a la creencia en una forma única capaz de mimetizar a éste en la obra traducida. Ver la traducción literaria bajo esa visión introduce, creo yo, más opacidad que luz.

Para disolver esta distorsión, acaso es importante pensar la recepción; el sitio de llegada donde la obra traducida encontrará a sus nuevos lectores no es un espacio simple y único. Que los lectores en todo caso están diferenciados, y muchas veces el compartir idioma no es garantía de compartir sensibilidad. El español nos remite a un ámbito enorme de “sensibilidades” diferenciadas, distintas y distantes en el espacio y el tiempo. No por ello refractarias, asiladas y ajenas. Así como nos conectamos con algunos culturalmente, a través de la tradición y la sensibilidad que viajan en el idioma, nos conectamos con otros vía otros vehículos. Por ejemplo generacionalmente, o por la religión, o por la música, o por la cocina, por el clima y la geografía. Compartir el idioma no asegura conexión, y no compartirlo no asegura lo opuesto. La posición de quien se asume el aduanero de un único punto de llegada de una obra literaria proveniente de otro idioma al suyo es, por decirlo sucintamente, simplista y arrogante.

Un error que comete quien diagnostica desde el olimpo de lo general la imposibilidad de la traducción fiel (luego desdoblaremos este adjetivo), es el de considerar no solo el punto de partida (la materialización en lenguaje de la obra) como fijo, sino también el de llegada. Un soneto de Shakespeare puede tener infinitas “lecturas” y un barroco hojaldre de interpretaciones pero, –excluyendo variantes- el acomodo de sus palabras es único. No así sus traducciones, digamos, al español. Jamás tendremos la traducción exacta, fiel y perenne del soneto XIV. Tenemos y tendremos decenas de traducciones que, partiendo del mismo texto (que no del mismo espacio de lectura), se elevan y viajan –con varia fortuna- hacia puntos de llegada diversos, espacio-temporalmente distantes, todos en el mismo ámbito del español. Los viajes y trayectorias posibles de un soneto del inglés al español son abiertos. Se trata de una flor radiante que puede generar rayos nuevos todo el tiempo. El traductor es el conductor de ese vehículo y para asegurar un buen aterrizaje debe conocer muy bien la pista de despegue y, sobre todo, la de llegada. Cada lugar de aterrizaje es diferente, así sea en el mismo idioma. Pero eso no imposibilita el viaje. Si hacemos bien el trabajo de traductor, lo que aterriza y se corporeiza en otras palabras, no necesariamente es un émulo o una parodia del mismo sentimiento, puede ser una reencarnación del mismo poema. Puede, en un sentido preciso, tratarse del mismo poema, traducido, es decir, trasladado a otro sitio.

El malestar de Cortázar ante la traducción que intenta conservar cualidades palpables en el original a través del trasvase mimético puede desdoblarse en componentes. Esto es lo que hace el escritor norteamericano Douglas Hofstadter en su ensayo Translator, trader (Traductor, comerciante). Basado en la experiencia de traducir al inglés una novela de Françoise Sagan, y una obra de Pushkin, Hofstadter resume los retos enfrentados por el traductor literario en cuatro paradojas que constantemente lo acosan, así sea como él dice “placenteramente”. Las menciono:

–La paradoja de la lengua equivocada. El cambio de lengua desnaturaliza la obra. Hay algo esencial de la autoría (y el estilo) del artista que está anclado al idioma que usa. ¿Qué queda de Quevedo en ruso o de Pushkin en español? La genuina atribución de autoría se diluye y difumina. Un caso extremo: Finnegans Wake en chino ¿en qué medida sigue siendo (o estando) Joyce?

–La paradoja del lugar equivocado. La localización, el foco espacial del sentido impide la movilidad natural de ciertas frases amarradas a la vida singular de un grupo. Los modismos por ejemplo están, al menos temporalmente, enraizados en sitios y contextos. Es imposible traducir literalmente las expresiones idiomáticas y giros coloquiales coloridos. Cuando se tiene suerte hay un equivalente en el idioma de llegada. La expresión inglesa “to arrive at one’s fingerends” ha de traducirse idiomáticamente por ejemplo como “llegar al fin de la cuerda”, y nunca literalmente. Para ser más preciso habría que adoptar la expresión más habitual y certera para el público receptor en su tiempo y lugar. Pasar del lugar adecuado inicial al lugar adecuado final. Pero no siempre se tiene suerte, y no hay un lugar en donde aterrizar. Aquí hay dos opciones riesgosas: inventar, innovar en el idioma de llegada algo que suene natural y equivalente. O traducir el sentido y llamar al pie de la página para dar una explicación.

–La paradoja de la sospecha del texto (“don’t trust the text”). Lo sabido: lo literal engaña. No se dice lo mismo con sinónimos perfectos ni con equivalencias. Las palabras equivalentes (como afirmó Cortázar) desvían, desorientan, fallan. Es menester encontrar las combinaciones semánticas que hacen el mismo trabajo, que suscitan el mismo sentido. Encontrar el sitio en que el sentido original habita en la lengua diana. Hofstadter propone que entendamos cabalmente y descubramos las ideas que las palabras originales conllevan, y apuntar hacia ellas disponiendo de los mejores recursos de nuestra lengua de llegada. Eludir así tanto las trampas de la literalidad como las de los falsos amigos.

Hofstadter concluye, después de pasearnos por algunos ejemplos, que el enraizamiento espacio-temporal, cultural, lingüístico, de la literatura tiende a hacerla muy resistente al traslado. Y hacer ese traslado de modo torpe y forzado provoca más desgarres y hemorragias que buenas y saludables propuestas. Más que de un trasvase de lenguas se trata, sobre todo, de un transplante entre culturas. Una errática e insensible transculturación en el traslado es así el peor enemigo. Se trata en cambio de hacer en esa operación, la transculturación, de un modo sutil, delicado y casuístico.

La traducción literaria, vista contra ese asedio de paradojas, puede concebirse como un juego de equilibrios y balances. El traductor está obligado a hacer que re-vivan y se re-produzcan en el texto nuevo los mismos efectos (que para Hofstadter suelen capturarse con la noción de “ideas”) que habitaban el original, sin que suene muerto, artificial, forzado; y sin que se despegue tanto del original que suene a otra cosa, con otras raíces, y nutrido de otros jugos emocionales y vivenciales. Así, las ideas pueden ser el mejor vehículo de traslado, según él.

Creo que a veces sí, y a veces no. Lo que Cortázar lleva a las emociones, Hosftadter lo lleva a las ideas. Yo tiendo a pensar que se trata más bien de dos opciones entre muchas, de parcelar y efectuar los traslados. El resultado que se busca es el mismo, pero los átomos a considerar pueden cambiar mucho según el texto que nos confronte. Los aspectos (paradójicos) del texto original que le dan su cariz propio no pueden definirse ni delimitarse a priori. El equilibrio y balance buscado ha de tener como objetivo la conservación de ese cariz. Un aspecto principalísimo, para mí, es la comunicación con el autor. Si se está leyendo en traducción a un escritor ruso del siglo XIX ha de seguirse sintiendo la localidad y el siglo en la traducción. Lo mismo si se tratara de un japonés del siglo XX. Alfonso Reyes pedía que los hexámetros griegos vertidos al español supieran y sonaran a antigüedad y a helenismo. Y que aún así fuesen poesía, accesible como tal, a la sensibilidad hispánica contemporánea. Atroz tirantez que sin embargo provoca cuando, sorteada con éxito, el arte encuentre cauces y se traslade.

Cada acto de traducción pequeño o grande –piensa Hofstadter—dispone (o acomoda) una combinación única e impredecible de “presiones mentales”, de modo que reglas simples, expeditas e inflexibles, muy rara vez producen soluciones satisfactorias, que toquen el fondo del original, lo remuevan y lo renueven. La traducción es para él un arte creativo, sutil y subjetivo, y no una disciplina normada con reglas, ni mucho menos una ciencia (recordemos aquí que el que opina así es matemático, y autor del libro Gödel, Escher y Bach). Todo lo cual no significa, hay que agregar, que no sea posible dar razones muy claras y ponderadas de las elecciones y sacrificios que se hacen en cada situación. Como de hecho hace en su ensayo el mismo Hofstadter.

El traductor literario ha de seguir y servir lealmente a su primer amo, que es el texto original. Lo ha de hacer sin embargo no de modo abyecto y sumiso, sino de modo creativo y exigente, exaltado y personal. Un genuino acto de traducción es tan original e irrepetible como la obra de la que parte. Hofstadter como Cortázar distingue la tensión entre lealtad (en general) y fidelidad (específica) a la obra traducida. Ambos parecen decantarse por la primera virtud, en detrimento de la segunda, que consideran limitante y, finalmente, desencaminadora.

Habría que preguntarse ahora si al asumir un grado mayor de libertad estos pensadores no se cierran a un reto mayor, el de la fidelidad (específica) creativa a la obra. Si ambos, Cortázar en nombre de la reproducción del sentimiento, y Hofstadter en nombre de la reproducción de la idea, no terminan sacrificando, al menos en alguna medida, la fidelidad a la obra y al artista. Si no le retiran la  correa al perro durante el paseo y lo dejan deambular en busca de su propio camino, ignorando que quizá hay un camino mejor que, por difícil y tenso, el perro no va tomar solo jamás. El de la traducción ardua pero fiel a la complejidad de la obra.

Me parece que no exagero demasiado si digo que ambos pensadores se deshacen, por buenas y malas razones, un poco alegremente, del compromiso literario de la fidelidad más difícil: la fidelidad formal, estilística y estética. Al hacerlo declaran anticipadamente la independencia (o autonomía) del traductor, y minimizan el problema de la complejidad del aterrizaje. Son partidarios de un traductor “macho”, protagónico, que supedita todo a su capacidad de reinvención, que solo respeta –quizá- cierta orientación dada por la recuperación del “alma” de la obra. Toman algunas decisiones que quizá no consideran los deseos de los lectores a quienes sirven. ¿Por qué prejuzgar si un lector en español va a entender mal, o sesgadamente, dada su ignorancia o insensibilidad, lo que es el amor homosexual entre dos romanos, en la pluma de una autora belga? ¿Por qué asumir que ciertos estados de ánimo melancólicos, la saudade portuguesa por decir algo, no le van a decir nada a un atento lector boliviano, quien necesita como prótesis un equivalente cultural?

Creo que tratándose de escritores de la talla de Cortázar y Hofstadter uno tiende a concederles lo que piden, ya que lo que nos dan a cambio es precioso. La traducción de Las Memorias de Adriano tiene que estar entre las mejores que he leído. Mi práctica personal de la traducción de poesía me ha enfrentado, sin embargo, al siguiente dilema. Una vez que he entendido y volcado en una primera versión al español el poema objeto, tengo que elegir entre liberar mi atención del poema original, y ponerme a rescribirlo como un poema “mío” que dice “lo mismo” pero como yo lo diría, o quedarme más cerquita del original, por un tiempo más, tratando de entender y reproducir sus múltiples cualidades poéticas, que casi siempre van mucho más allá del sentido o del sentimiento o de la emoción. Suelo empezar haciendo una versión libre. Y luego la abandono para volver a empezar. A menudo las decisiones que me llevan a abandonar las primeras y más libres versiones (a veces mejores bajo cierta mirada simplista) están ligadas a reglas que aprendí al seguir trabajando al alimón con Pedro Serrano. En la medida de lo posible: Respetar las formas de las estrofas. Respetar o reproducir la métrica, el ritmo, el patrón de rimas. Respetar los tiempos y formas gramaticales, usando equivalentes cercanos si es necesario. Respetar las sintaxis peculiares y los registros léxicos. Localizar y reproducir los variados efectos poéticos que pudieran estar presentes. Aliteraciones, juegos de palabras, dobles sentidos, neologismos, referencias a subculturas, etcétera. Todo ello, repito, en la medida de lo posible. Y revisar cuantas veces sea necesario, la versión alcanzada, hasta acercarse a una traducción a la vez fiel al original y eficaz en español como poema. La idea no es inventar equivalencias sentimentales sino re-producir los elementos poéticos reproducibles en un poema-espejo en nuestro idioma.

Personalmente creo que el traductor literario tiene un amo (el texto original) y una clientela de derechohabientes (los lectores). La traducción de un poema, como la escritura de un poema, implica a dicha actividad, que se le convierta, por un rato, en el único paisaje, con un único horizonte. El recorrido desde el amo hacia los lectores debe ocuparlo todo. Lo que se traiga del exterior ha de ser para optimizar las virtudes del trayecto y del aterrizaje.

La múltiples determinaciones del original (sus calidades abiertas: semánticas, sintácticas, sonoras, rítmicas, culturales, etcétera) deben tratar de asimilarse lo mejor posible en el poema nuevo. No sólo la idea, no sólo el sentimiento. Y si se ha de tratar de re-producir esas determinaciones, entonces se ha de tratar de encontrar equivalencias en el nuevo idioma. A veces estas fallarán o serán inexactas, y hay que actuar en consecuencia. Pero también a veces aparecerán de pronto, lúcidas y claras, haciendo la labor para la que fueron llamadas. Si no se buscan, seguro no se encontrarán.

Como toda elección, la de metro, rima, ritmo, registro léxico, etcétera, implica un decantado, exige sacrificios, modulaciones. La evaluación previa, la hermenéutica lectora previa, ayuda a saber qué privilegiar. Pero toda decisión implica tomar una ruta y abandonar otras: es decir, exige mover y ajustar los valores de estas variables, algunas de ellas hasta cero.

El punto de llegada, hay que insistir, es fundamental. Los lectores y su circunstancia. No hay un conjunto abstracto y homogéneo que se delimite mentando a los lectores de un idioma. Las dimensiones o parámetros para ubicar el idioma de llegada pueden describirse de modo similar y distinto a como hacen Cortázar y Hofstadter. Cuentan de modo toral el cambio de lengua, el cambio de época, el cambio de lugar, el cambio de cultura (o de registro étnico), el cambio de tono o estilo, el cambio de forma, el cambio de estética. Cuenta la intención de acercar trabajosamente lo ajeno a los lectores, o de hacérselos familiar ahorrándoles trabajo. La complejidad y la rugosidad de estas decisiones son enormes. Y sí, a veces la “imitación” puede ser tan libre como se quiera, siempre que los efectos ganados lo justifiquen, y siempre que haya conciencia de lo que se abandona o sacrifica, y se haya decidido que el trueque vale la pena.

La traducción es un juego casuístico de decisiones que litigan y ponderan entre múltiples exigencias. No existe una solución única, estable, tal fórmula aplicable a cada instancia. El blanco se alcanza y la poesía se re-produce cada vez. Se acierta o falla a tiro por viaje.

El punto que se olvida (o se ignora) a veces es que el acierto tiene dos puntas. Si de poesía se trata, debe tocar con su destello tanto la poesía de llegada como la de salida. Es un arco voltaico que en el instante de su lectura debe tocar ambos polos. Si leo a Shuntaro Tanikawa, como estoy obligado, en traducción, exijo del traductor que se esfuerce y me ponga en contacto con él. Que recree para mí por ejemplo la tristeza japonesa (no francesa o mexicana) de aquella poesía. Si el traductor me dice de entrada que esto no es posible y que hará otra cosa (inventarse un poema suyo a partir del original), busco sin dudarlo a otro traductor más verdaderamente osado. Prefiero que intente lo imposible y que fracase (y mejor aún, que me cuente los detalles de su intento y su fracaso) a que me presuma de haberse “adueñado” del espíritu del poema de Tanikawa y de haberlo refrito en su idiosincrática sensibilidad y léxico.

Las restricciones que aceptamos como traductores literarios pueden parecer formales y formulaicas. Todas, sin duda, admiten excepciones, pero éstas deben justificarse y no asumirse a priori. Se trata de conservar los parecidos de familia, no clonal pero sí fraternales, entre el poema en su idioma original y el poema traducido; se trata de no alejarse demasiado del nicho literario y cultural de donde extrajimos la muestra; de resistir la idea de que las culturas y las lenguas son autistas y refractarias a una hermenéutica creativa que las comunique, estética y genuinamente, a través de la traducción.

En una acertada metáfora de Hofstadter, el traductor tiene a su alcance, al ejecutar su oficio, una serie de perillas moduladoras (como las de los antiguos tableros de control) que debe ajustar en distintos valores para calibrar el resultado. Las perillas aumentan o disminuyen ciertas calidades y fidelidades de la traducción. El sentido, el sonido, la rima, la métrica, etc. Ajustando cada vez las perillas de modo distinto se obtienen versiones alternativas. Un traductor avezado debe buscar el acomodo ideal para cada poema, o para cada acto de traducción. Se puede por ejemplo ensayar varias corridas con ajustes diversos, hasta encontrar el equilibrio en la versión más virtuosa.

La traducción de poesía –hay que concederle a Hofstadter- es un juego malabar, un ejercicio de equilibrios y decisiones en el que el traductor tiene la obligación de ajustar, para optimizar el resultado,  las diversas perillas de los controles. Literalidad. Colorido. Registro léxico. Fidelidad al espíritu. Musicalidad. Fidelidad a la idiosincrasia cultural. Patrón de rimas. Etcétera. Mientras más perillas se puedan ajustar, más complejo es el malabarismo, y más difícil producir un balance justo.

No hay manera de fijar esas perillas de antemano y procesar poema tras poema, como haría un programa informático, con la misma configuración. Cada acto de traducción pone en juego todas las destrezas del operario. Desde la hermenéutica de la lectura del poema original (y sus laberintos de texto, sonido y significado), hasta la exploración de las capacidades de recreación y reproducción de lo encontrado en la lengua de llegada o aterrizaje.

El traductor puede ser tan protagónico o modesto como decida. Siempre que sea capaz de mencionar y justificar con resultados sus elecciones. Con raras excepciones, el mejor traductor es el que duda, delibera, “avanza, retrocede, da un rodeo y llega siempre”.


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