Temprano, cuando los pelos familiares despuntan
como los pensamientos más populares, la madre, la
típica madre china dice “así es la vida”. Y con pa-
ciencia comienza el rito matinal que unos monjes
le transmitieron, rito sustentado en la máxima mi-
lenaria, ahora tan olvidada, que sentencia: “lo que
vale es el gesto”.
Una por vez, la madre acaricia y conduce las pun-
zantes cabecitas de las tres hijas hasta el bordado
almohadón de su vientre: “Aquí pueden hundirse
Y descansar”, dice la madre ancha, como la boca de
una antigua vasija.
Se agrandan las flores del botón maternal regadas
por el sudor de las cuatro mujeres. Y las hijas, al res-
pirar profundamente, sienten toda la paz de la pa-
labra océano; las retorcidas ideas flotan en el vacío
de sus cráneos como plantas en una pecera, y cada
vez más mínimas se asemejan a esos detalles que
no hacen a la trama ni a la acción de una humilde
novelita de familia.
Si el oro del mediodía ocupa la habitación, después
de concluida la ceremonia, madre e hijas, casi frí-
volas, se empapan con el bálsamo de un perfume
parecido al que fluye de los biombos nacarados.
En espacios reducidos es propicio menguar,
como la luna y las mareas: la dirección del movi-
miento obedece a la necesidad. Es favorable decre-
cer con rectitud, orientados por el mapa nocturno
que dibujan las tablas de planchar, cuando doblan
sus hojas y culminan, firmes, en una reverencia.
Los biombos se someten al dictado de los tiempos y
ceden, dóciles, las teclas de sus abanicos. Una escale-
ra devora su propio caracol, peldaño por peldaño.
Algunos pensamientos ensobran sus intimidades y se
apilan, al igual que las sábanas, en prolijos acordeo-
nes. Las mentes más realistas se ajustan tanto al pan
pan y al vino vino, que después se desparraman en
otras dimensiones, como la gente que vive apiñada
en una pieza y sueña con la amplitud del paraíso.
Como un violín en su musgosa caparazón, así he
vivido adentro de mi bata de seda: cuerpo enfunda-
do en el lujoso estuche de un disfraz. Envuelto en
el paisaje del kimono, niño perdido en su propio
refugio, obedecí el impulso del regreso, grabado en
el tapiz de la memoria. Pero ahora, por puro de-
seo de metamorfosis, me desprendo de la espumosa
máscara de hierba, mariposa excesiva en su teatro
de ausencia.
“Papá, papá”, sopla la voz en mis oídos, la voz lejana
de mis hijas, cuando el vals del viento enamora mis
alas. Vuelvo a la melodía de mi tierra, como una
esencia me evaporo. Y asciendo.
En el cielo enrojecido se apaga la gran estrella natal.
La luz fría de la luna me cubre con su lágrima.
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