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Los pasos del visitante Luis Paniagua, |
Por Christian Barragán |
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a Leticia Escareño y Carlos Vieyra,
Y el mar, el mar, muy lejos... / Cuando regreses, el mar irá dentro de ti. Estos versos, del poeta queretano Francisco Cervantes Vidal (1938-2005), bien podrían ser la imagen, en su natural simpatía y diferencia, de la fuerza velada que anima los afanes poéticos de Luis Paniagua (San Pablo Pejo, Guanajuato, 1979) expuestos con seriedad y madurez en Los pasos del visitante, volumen que se despliega en la lectura como una callada playa para el reposo del tiempo: “Hasta parece que el tiempo,/ en la quietud de las hamacas,/ ha caído preso” (“Palapa”, p. 77). De su iniciático y breve “Mar escrito” (Crimen confeso. Antología poética, Daga Editores, 2003), deviene su “Croquis sobre el mar”, primer cuadernillo del poemario que ahora comentamos. Poema extenso, éste, urdido de pequeños fragmentos que provee al conjunto de un mismo tono bajo y un ritmo apacible, mas por momentos ululante, que define rotundamente la voz del poeta y su ámbito, acaso su mar, de resonancia. Sin embargo, contrario a lo que podría esperarse, el mar no es el motivo central del volumen, y ni siquiera de su “Croquis...”; pero es el mar —esa Tremenda bestia/ dormida debajo del desastre (p.18), esa bestia melancólica (p.19), aquella bestia que no te quedas nunca (p.21)— sí, el desdoblamiento del yo poético que nos habla en y de su andar náufrago y memorioso. Así, resulta menos ajena la cifra que hemos escogido de Cervantes Vidal referente a la obra de Luis Paniagua; pues, si bien la lectura literal del poemario acentúa las cualidades manifiestas del ser del mar, abismarse en Los pasos del visitante desde el envés de su apariencia, desde aquel yo poético oculto en sus propios pasos, voz única y omnipresente en todo el conjunto, permite reconocer que estamos no ante un lugar (el mar, el puerto, la playa, la noche, el tiempo, el cuerpo de la mujer amada) sino frente a los restos que el náufrago ha dejado como testimonio de sí y de su estancia —de su paso— en los citados dominios. Son estos hermosos e inquietantes poemas, en efecto, los pasos del visitante. La huella de su fugaz presencia, de su depurado y demorado canto. “Las habitaciones de abril” y “Las lenguas de la arena” conforman el resto de la colección. En ambos cuadernos, al igual que en “Croquis sobre el mar”, un aliento sostenido a media altura y un concentrado ejercicio del lenguaje y su capacidad generadora de imágenes de un alto sentido plástico, dominan sus alcances. Y, aunque ninguna de las partes desmerece ante otra, la mayor conquista de Luis Paniagua se halla en su primer apartado, donde, sin titubeos ni artificios manidos, logra evocar la certeza de saberse dueño de sus temas (la noche, el deseo, la palabra y el silencio), recursos (verso libre, imágenes concretas, citas a pie de página) y modos de uso. Que es decir, presentarse como seguro poseedor de una voz, la suya, personal y diferenciada. Lo cual, en nuestro actual estado poético, le hace merecedor de una de las pocas posiciones respetables de las últimas generaciones. Oportunamente, la crítica se ha ocupado con mayor profundidad de recibir la opera prima de Luis Paniagua, y con notable éxito (me refiero a los acertados textos escritos por los también poetas Iván Cruz, Víctor Cabrera y Luis Téllez Tejeda, aparecidos durante el pasado y presente año). Al vuelo, sin embargo, quiero señalar un par de aspectos. Uno, que hallo arriesgado que el autor continúe solicitando con tal asiduidad los servicios, aunque efectivos, de la imagen poética —aquella que a la historia de nuestras letras ha dado grandes momentos a través de las escrituras de poetas como Octavio Paz y Marco Antonio Montes de Oca, entre otras dignas representantes de esta vena en México, y las de José Hierro, Rafael Alberti y Vicente Huidobro en un horizonte más generoso de la lengua— por sus elevados costos nunca faltos de ultraje y engaño en demerito de la auténtica creación. Dos, la limpia y atenta edición que han realizado Carmina Estrada y Rodrigo Martínez del libro comentado desde su vigoroso abrevadero de noveles escritores que es la discreta revista Punto de Partida. Recuperando, así, un sello editorial universitario inolvidable de la segunda mitad del siglo veinte. Entonces, quien publicaba su primera obra poética en Ediciones de Punto de Partida —y que ahora celebramos por sus primeros veinticinco años de vida—, era Efraín Bartolomé y su celebérrimo Ojo de jaguar, nada menos. Termino, insistiendo en lo propuesto al inicio de esta breve nota. Los pasos del visitante no es de ningún modo únicamente la bitácora de una residencia próxima a la compañía del mar. No es, tampoco, un registro realista del paisaje que se sobrepone tras la extensión de la llanura, ni ha sido urdido ante el torpe sol que cae en el cuerpo uniforme del agua, donde el puerto es una bestia dormida/ y el mar su quieto sueño (p. 12). Sino que es aquel mudo margen, aquella callada playa, donde acaece la perenne y quieta presencia del tiempo (de la memoria desdoblada en la amplitud de la orilla del mar), en el recuerdo de una tarde clara que se escribe en la distancia (del tiempo mismo, pero también del espacio: en la lejanía) de espaldas al embravecido mar y frente el impasible muro de cal que da al escritorio del trabajo diario:
Hay un mundo más allá De todos los naufragios: El recuerdo de una tarde clara Y las barcas flotando livianas Como peces muertos. (“Revelación”, p. 72) ~
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