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resena-71-barbara.jpgPalinodia del rojo
Fernando Fernández
Aldus
México, 2010.

 
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No. 71 / Julio-agosto 2014



Sala de espera


Uno, sí, la estoy viendo
de cuando en cuando, y después vuelvo a verla,
la espío y oteo
                                  y quedo en vilo
y más tarde la miro todavía, y sí, es verdad,
finjo cierta demencia tras los lentes
aun cuando la mire fijamente
y hasta usted se dé cuenta.

Y sin embargo, dos, no se ve nada,
cosa que usted que debe haberse visto
cientos de veces
bien que debe saber, nada de nada,
ni un amago siquiera de tirante,
por más que esté al cuidado que nada se le asome,
y una y otra vez, y luego una vez más
se componga el escote.

Pero la culpa, tres,
es sólo suya,
de usted sentada frente a mí en esta sala de espera
que al tiempo que conversa por teléfono,
con tres dedos precisos y nerviosa insistencia,
se retoca insegura usted consigo
sopesando sus dos pechos opimos
pudorosa y quizás algo coqueta.

Es por esa razón que, cuatro, espío y asomo
y oteo e insisto
                               y quedo en vilo
aunque finja demencia tras los lentes,
fascinado de ver cómo remueve, y hace pender,
y agita, racimo tal de frutos semejantes,
manifiestos al aire aunque escondidos,
apegados a usted pero volantes.




Palinodia del rojo


¿Qué le queda mejor?
                                         Cuando la conocí me dije el rojo, el rojo,
pero ahora que la veo, al fondo del pasillo, de negro,
me desdigo:
                     el negro hace más hondo
su misterio; la hace más alta; y sus ojos relucen de tal modo
a la distancia
que las mismas estrellas me parecen algo módicas, un tanto
menos ellas.

El negro va además
mejor con el secreto
que nos une,
                    ya que a nadie decimos
que nos vemos; que si nos encontramos en el elevador,
o si en la planta baja, ni miramos siquiera;
                                                                          y si en la junta del Comité,
por la causa de su rodar intrínseco, los ojos
pese a todo se encuentran, pesarosos rehuimos
–y en la estela que dejan
algo queda.

Todos los días
rodeados de indiscretos:
                                          secretarias
cada una menos secreta, contadores de todo excepto números,
mensajeros de oficio
ya se entiende, entregados a dar pabilo al fuego, la mañana y la tarde,
y fundamento a cuanto infundio
va en el aire.

De cuando en cuando todavía
si me asomo al pasillo, el ojo sin salirse de su esfera regular,
sé cuándo pasa
                    (el rojo haciendo todo porque yo lo sepa);
entonces la oficina,
sin perder un instante las alfombras luidas y los muebles cojos,
parece algo
bucólica:
            el pasillo delineado con mamparas
se convierte en las márgenes de un río sombreadas de hayas,
y en medio el llano laboral
un instante me tuerzo convertido en girasol, en heliotropo,
en bobo.

¡El rojo
me delata!
                    Cada vez que su boca, allá, a lo lejos,
si se distraen los otros,
me sonríe, a mí que sé que en el placer se vuelve maliciosa,
se dibuja en mi boca, delicioso.




Columpio

Yendo y viniendo, en la verbena,
unos besos le di
                             –ella, rabiaba–
que luego le pedí me devolviera

¡y me los daba!

 
 

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