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No. 71 / Julio-agosto 2014 |
Sala de espera Uno, sí, la estoy viendo de cuando en cuando, y después vuelvo a verla, la espío y oteo y quedo en vilo y más tarde la miro todavía, y sí, es verdad, finjo cierta demencia tras los lentes aun cuando la mire fijamente y hasta usted se dé cuenta. Y sin embargo, dos, no se ve nada, cosa que usted que debe haberse visto cientos de veces bien que debe saber, nada de nada, ni un amago siquiera de tirante, por más que esté al cuidado que nada se le asome, y una y otra vez, y luego una vez más se componga el escote. Pero la culpa, tres, es sólo suya, de usted sentada frente a mí en esta sala de espera que al tiempo que conversa por teléfono, con tres dedos precisos y nerviosa insistencia, se retoca insegura usted consigo sopesando sus dos pechos opimos pudorosa y quizás algo coqueta. Es por esa razón que, cuatro, espío y asomo y oteo e insisto y quedo en vilo aunque finja demencia tras los lentes, fascinado de ver cómo remueve, y hace pender, y agita, racimo tal de frutos semejantes, manifiestos al aire aunque escondidos, apegados a usted pero volantes. Palinodia del rojo ¿Qué le queda mejor? Cuando la conocí me dije el rojo, el rojo, pero ahora que la veo, al fondo del pasillo, de negro, me desdigo: el negro hace más hondo su misterio; la hace más alta; y sus ojos relucen de tal modo a la distancia que las mismas estrellas me parecen algo módicas, un tanto menos ellas. El negro va además mejor con el secreto que nos une, ya que a nadie decimos que nos vemos; que si nos encontramos en el elevador, o si en la planta baja, ni miramos siquiera; y si en la junta del Comité, por la causa de su rodar intrínseco, los ojos pese a todo se encuentran, pesarosos rehuimos –y en la estela que dejan algo queda. Todos los días rodeados de indiscretos: secretarias cada una menos secreta, contadores de todo excepto números, mensajeros de oficio ya se entiende, entregados a dar pabilo al fuego, la mañana y la tarde, y fundamento a cuanto infundio va en el aire. De cuando en cuando todavía si me asomo al pasillo, el ojo sin salirse de su esfera regular, sé cuándo pasa (el rojo haciendo todo porque yo lo sepa); entonces la oficina, sin perder un instante las alfombras luidas y los muebles cojos, parece algo bucólica: el pasillo delineado con mamparas se convierte en las márgenes de un río sombreadas de hayas, y en medio el llano laboral un instante me tuerzo convertido en girasol, en heliotropo, en bobo. ¡El rojo me delata! Cada vez que su boca, allá, a lo lejos, si se distraen los otros, me sonríe, a mí que sé que en el placer se vuelve maliciosa, se dibuja en mi boca, delicioso. Columpio Yendo y viniendo, en la verbena, unos besos le di –ella, rabiaba– que luego le pedí me devolviera ¡y me los daba! |
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