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resena-urdimbre.jpg Urdimbre
Aurelio Asiain
FCE, México, 2012.

Por Elizabeth Castañeda
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No. 75/Diciembre 2014-Enero 2015



Un poema es un tejido. El verso, cual trama luminosa, se encadena a través de la urdimbre que es el tiempo; así, trama y urdimbre resuenan simultáneamente, cada línea un hilo, cada imagen un trazo. Un poemario, a su vez, es otro tejido, una copresencia de lazos, de nudos de lenguaje, que logran unidad gracias al margen que impone el límite del libro. Es el caso de Urdimbre, obra del poeta Aurelio Asiain que reúne textos de diversas urdimbres, tramas de muy variadas naturalezas.

Urdimbre comienza con un apartado homónimo, compuesto por cinco piezas que intentan, todas de distinta manera, resolver el enigma que plantea el primer poema: “De qué modo se escriben los poemas”. Esta conciencia formal se desarrolla en atmósferas llenas de movimientos especulares, en las cuales los poemas se cuestionan a sí mismos y construyen una voz que se desdobla en múltiples:

Y la sed reclamándote a la lengua
de tu piel, soy el hambre a la deriva
devorándose, lengua que claudica
de las palabras y mudez que guía
la voz del extravío, espesa urdimbre
que la luna evapora, soy la sombra
y la sed, soy la lengua y no sabría
de qué modo se escriben los poemas.

Los poemas de Asiain están llenos de una cadencia natural; los versos fluyen sin tropiezos por la página, haciendo de su lectura un ejercicio de respiración y ritmo. De igual forma transcurren las ideas que ahí se manifiestan, las cuales se encabalgan en asociaciones precisas, donde el cuerpo y la palabra son sed y ansia.

Conforme avanza la obra, esa voz que al inicio se cuestionaba, se desdobla, y crea un interlocutor,  un “tú”, que no es “el otro erótico”, sino un “yo” dialogante, una imagen que frente a un espejo de artificio se contempla. La poesía del mexicano es una vuelta sobre sí misma, una indagación de la naturaleza de la poesía, del poema.

El trabajo formal del poeta es visible en piezas como “Sintaxis”, en la cual las variaciones estructurales develan un poema infinito, o mejor dicho, las posibilidades infinitas de la lengua. Estos juegos estructurales añaden matices insólitos al sentido del poema, efecto que el poeta mostrará en otras piezas del poemario como “Lo que hay es la luz”.  Existe una relación íntima entre la luz y la palabra. La palabra ilumina al nombrar el mundo, da al tiempo, peso; a las cosas, forma, y al espacio, presencia. El instante poético se adivina como un parpadeo, una fugaz luz sobre la conciencia. El verso de Asiain brota, desencadenando una marea de asociaciones donde la luz permea entre lo dudoso, incluso entre lo incierto de lo cotidiano:

Como estas palabras que me vuelven
de pronto de la sombra donde espera
hace siglos mi voz y, apenas dichas,
se resuelven en una enredadera
húmeda de reflejos contra el muro
del jardín del silencio...

El segundo apartado, “Arte poética”, sigue en muchos sentidos las preocupaciones de “Urdimbre”. En él oímos una voz que se expande a través de juegos entre voces: el que escribe es quien lee, el que habla es quien escucha, la voz sólo se realiza al escucharse. El autor invita a ser el cómplice de la lectura, de la voz.

En la tercera parte, “Con y sin luna”, el poeta mexicano despoja su verso de todo ornato; Asiain vuelve sobre las imágenes absolutas, que ahora muestra descarnadas, sin otro abrigo que el peso de sus palabras. El poeta recuerda su vena orientalista; sus poemas son pinceladas tenues sobre un lienzo blanco:

Me haría aire
ahora, aura,
                     iría
raudo hacia ti.

Todos los poemas de esta sección están encabezados por una dedicatoria; este guiño los llena de una intimidad seductora que nos invade al descubrir estas escenas danzantes, perlas de rocío. Dichas piezas de naturaleza descriptiva condensan escenas sensoriales, plenas de imágenes visuales y sonoras. No hay lugar para los grandes escenarios, la voz del poeta focaliza los pequeños detalles que develan una atmósfera, sin agotar la imagen.

El cuarto apartado condensa los motivos de los dos primeros apartados con la sencillez y precisión formal del tercero: en “Lo que hay es la luz”, la voz poética es movimiento puro. Tanto los versos como las imágenes mutan constantemente, Asiain trabaja sobre perspectivas y texturas, larga cadena de metamorfosis que logra condensarse en cada una de las piezas.

El poeta despliega un número limitado de elementos, que, al revolverse, al reinventarse en la página muestran su profundidad: es la combinatoria, la sintaxis en esa urdimbre que es el poema, el que las revela infinitas. Cada mención de uno de ellos constituye una red cada vez más amplia de significaciones, de sentidos dispuestos hacia muchos rumbos. El árbol se vuelve figura densa, elemental y completa, infinita. Se vuelve bosque, o árbol de árboles. Lo mismo pasa con el río:

No soy esto que digo:
la escritura es un río
más allá de mí mismo.
Es también el camino
por el que tú has venido.
Soy tu orilla del río.

Esta es la línea con la que Asiain clausura su obra, ya que, a lo largo de las últimas tres secciones, indaga aún más en esta poética de la brevedad. Un tinte lúdico y lleno de humor emerge al tiempo, asimismo: una voz poética que nos habla de la mirada inocente de quien descubre el mundo y se regocija en nombrarlo.
 


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