ck-williams.jpg

 

C. K. Williams

Traducciones de Jaime Priede

 

Hielo

Esa cosa tan sorprendente que ocurre cuando clavas un punzón en un
                           bloque de hielo:
el modo en que su segmentada perfección se agrieta en relucientes fa-
                           llas, fracturas, facetas;
deltas argentíferos, deslumbrantes, que en un instante fugaz, imposible
                           de captar, complican el cosmos de sus entrañas.
Irradian entonces con espinas y púas lengüetas agresivas de luz rutilante,            
                           un tesoro de luz acumulada,
cuando lo clavas otra vez se parte en segmentos casi iguales, ambas
                            caras granulosas, consumidas, insípidas.

Una fábrica de hielo era un lugar bajo y oscuro, de madera sin pintar,
siempre húmedo y siniestro con el hielo derritiéndose.
Había aserrín y un casi dulce, incitante olor a aserrín, el cual, debido
                             al frío, parecía perforar el cerebro.
Avanzabas por el porche de techo bajo, alguien se te aparecía
con unas grandes tenazas y con los movimientos precisos, sosegados
                            del domador, sacaba un bloque de hielo de la hilera.

Coge de nuevo el punzón, dale con fuerza, cuando el bloque se parta
                            dale de nuevo, una vez más;
mira cómo se deshace en fragmentos más pequeños, fisuras cristalinas.
Si no rompe con la punción, intenta una metáfora, como el mar helado
                            interior de Kafka:
toma en tus brazos ese pastel de hielo, inventa un símil para su pesada
                            inactividad,
cuenta cómo te asusta al mojarte fríamente el pecho con tanta rapidez
                            que terminas tirándolo.

Imagina cómo incluso si se despedazara y comenzara a licuarse
aún cabría la esperanza de que si reúnes con rapidez esas resbaladizas,
                           perversamente caprichosas astillas,
logres que se congele de nuevo, restituirías su masa, perdida algo
                           de su preciosa brillantez,
justo ese tenue brillo del agua estancada en el piso áspero y  granuloso,
justo el breve sorbo, dulce, cálido como la sangre, que se evapora en
                            la lengua.

 


 

Después de Auschwitz

Nuestro plan era llegar a Francia
pero al anochecer comprendimos que no sería posible,
así que en una ciudad de Baviera
justo a la salida de la autopista,
encontramos una habitación, nos registramos,
y salimos a echar un vistazo.

Un lugar encantador: silencioso,
angosto, calles iluminadas con faroles,
casas con entramados de madera,
una iglesia de piedra oscura,
y puentes medievales
sobre el murmullo del río.

No pude dormir bien, sin embargo,
y por la mañana, temprano,
di otro paseo
y me sorprendió comprobar
que todo aquello, casas,
puentes, todo excepto

hasta donde puedo asegurar
la iglesia durmiente, eran diestras
réplicas de lo que
debieron de haber sido antes
de la guerra, antes de que los bombarderos
aliados lo arrasasen todo.

En Auschwitz no encontré nada
que no hubiera imaginado antes.
Había vagado mentalmente por allí
mucho, muchas veces, sólo sentía
un cansancio indecible.
Lo único que me sorprendió fue

encontrar los barracones y los sombríos
senderos vacíos,
y las cámaras de gas y tortura,
y el crematorio;
tantos espacios silenciosos,
desnudos, como las escuelas en verano.

Ahora, en una plaza agradable,
asisto a una mañana de mercado;
granjeros, tiendas, camiones,
muchos productos, flores,
gente próspera,
genuina, saludable, parlanchina,

y fue entonces allí donde surgió
ante mí otra vez el alambre
de púas y los fardos de cabello,
los laboratorios y
la escarchada ceniza. Pensé
en Primo Levi, recitando a

Dante ante aquellos moribundos,
luego, no sé por qué,
en la mujer judía, Masha,
de quien dice Levi
que, cuando se escapó,
la descubrieron, la atraparon,

y la pusieron ante los demás prisioneros
para ser ahorcada,
alguien le preguntó,
“Masha, ¿estás bien?”
y ella respondió, respondió, respondió
“Yo siempre estoy bien”.

Un pueblo como un decorado,
un día de regreso
a ese lugar que siempre
en cualquier parte del mundo
se considera aún el otro lugar
donde uno se encuentra consigo mismo.

Sin elevarse de sus ruinas
sino atrapado en ellas para siempre,
nos pregunta cómo
ubicaremos esto para que no
nos sintamos divididos
entre el perdón

que no tenemos derecho a conceder,
y una reticencia
quizá maligna, no nos escucha
nada que exista aún,
pero sí algo que perdura, una cicatriz,
un grito roto, interno.

 


 

El golpe

Vi a un hombre golpear a un mendigo,
un maloliente, sucio, pero tampoco,
a decir verdad, insufrible mendigo.
Había tocado a ese hombre, aunque
por detrás, para que se parase,
lo que sobresaltó al hombre,

así que a ciegas hizo un barrido
con el puño, sin pensar–
¿pero no lo empeora eso?–
y pegó al mendigo, más fuerte
de lo que él pensaba
si es que lo había pensado, en el pecho.

Supo al momento, lo vi,
que había cometido un error;
el mendigo, medio borracho
como iba, empezó a insultarle,
indignado, pero ¿lamentaba
aquel hombre lo que había hecho

por respeto a la dignidad
del mendigo, por los años
que había estado intentado alcanzar
la inocencia, todo por los suelos
ahora, o porque, realmente,
estaba un poco asustado?

El mendigo estaba gritando,
el hombre pensó en
ofrecerle algo de dinero,
pero supuso que el mendigo
lo trataría como un déspota,
así que prefirió desafiarlo con la mirada.

Caminando más rápido, el mendigo
lanzándole todavía la perorata,
el hombre, de repente, se vio a sí mismo
y al mendigo como un par de átomos,
ínfimos, pasando uno al lado
del otro, o a través.

Cómo nos afanamos, musitó,
de una hora absurda
a otra, de un absurdo
dilema al siguiente, hasta
dejar sólo el rastro de un miedo
horrible a nuestra propia existencia.

Como, recordó,
dijo una vez un famoso pensador
cuando le vino la imagen de un joven
al que había visto en un sanatorio mental,
“... completamente imbécil, sentado
en un anaquel del muro”.

Esa figura soy yo”,
se repetía el sabio,
viendo cómo su propia mente
aleteaba locamente sobre
un gran estallido de realidad,

inútilmente, sin provecho.

 

 


{moscomment}