Entrevista con Daniel Freidemberg |
Por Ignacio Uranga |
Daniel Freidemberg (Resistencia, 1945). Poeta, crítico, ensayista y periodista argentino. Una de las voces más importantes de la poesía argentina actual. Editó en poesía Blues del que vuelve solo a casa (1973), Diario en la crisis (1986), Lo espeso real (1996), La sonatita que haga fondo al caos. Antología (1998), Cantos en la mañana vil (2001), y En la resaca (2007). Hasta 2005 integró el Consejo de Dirección de Diario de Poesía, en cuya fundación participó en 1986. Escribió innumerables trabajos críticos y ensayísticos sobre poesía y realizó una veintena de antologías de poesía, en su mayor parte argentina y latinoamericana. Escribió con frecuencia trabajos para los diarios La Opinión, Página 12 y Clarín, y para la editorial popular Centro Editor de América Latina. A fines de los 70, formó parte del consejo de redacción de la revista El Ornitorrinco, dirigida por Abelardo Castillo y Liliana Heker. Ha producido la edición y estudios preliminares de decenas de libros... |
No. 41 / Julio-agosto 2011 |
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Entrevista con Daniel Freidemberg |
Por Ignacio Uranga |
Daniel Freidemberg (Resistencia, 1945). Poeta, crítico, ensayista y periodista argentino. Una de las voces más importantes de la poesía argentina actual. Editó en poesía Blues del que vuelve solo a casa (1973), Diario en la crisis (1986), Lo espeso real (1996), La sonatita que haga fondo al caos. Antología (1998), Cantos en la mañana vil (2001), y En la resaca (2007). Hasta 2005 integró el Consejo de Dirección de Diario de Poesía, en cuya fundación participó en 1986. Escribió innumerables trabajos críticos y ensayísticos sobre poesía y realizó una veintena de antologías de poesía, en su mayor parte argentina y latinoamericana. Escribió con frecuencia trabajos para los diarios La Opinión, Página 12 y Clarín, y para la editorial popular Centro Editor de América Latina. A fines de los 70, formó parte del consejo de redacción de la revista El Ornitorrinco, dirigida por Abelardo Castillo y Liliana Heker. Ha producido la edición y estudios preliminares de decenas de libros, entre otros, Lunario sentimental (de Leopoldo Lugones), Poesías completas (de Evaristo Carriego), La calle del agujero en la media/Todos bailan (de Raúl González Tuñón), Soledades y sonetos (de Luis de Góngora), El gigante de ojos azules y otros poemas (de Nazim Hikmet), Libertad y otros poemas (de Paul Éluard), Cantos de vida y esperanza (de Rubén Darío), Defensa de Violeta Parra y otros poemas (de Nicanor Parra), Antología (de Juan L. Ortiz), Noche Tótem (de Oliverio Girondo), Tifón (de Joseph Conrad) y El vino generoso (de Italo Svevo). Realizó una antología y estudio de los poetas argentinos de la Generación del 50 y la primera recopilación de trabajos de la Generación del 90 (Poesía en la fisura). Es colaborador habitual en el suplemento Radar Libros de Página 12. Integra el grupo de coordinación del Espacio Carta Abierta. Dirige la colección de poesía Musarisca de Ediciones Colihue y la revista de poesía y ensayo Bárbara.
Hablemos de tus inicios en la escritura… Empecé haciendo letras de canciones. Estaba de moda el folklore a principios de los años 60 y yo, maestro de escuela en un pueblito del Chaco, escribía zambas, chacareras y milongas, sin nada que hacer fuera de las horas de clase. Fue una muy buena experiencia: sé trabajar la métrica, el ritmo, la rima, la acentuación, casi como un poeta clásico. Hasta que un día me salió un texto que apuntaba a ser poema. Ya había leído Guillén, Baldomero, el Martín Fierro y un poco de Neruda y Borges, pero ahora había surgido una necesidad, así que, en un viaje a Resistencia, me traje Raúl González Tuñón, una antología, La luna con gatillo. Fue la entrada milagrosa a un nuevo mundo, o a otra manera de estar en el mundo. Fui a Tuñón interesado en su poesía política (yo estaba en la Juventud Comunista), pero no fue el aspecto político de su poesía el que me atrapó. Me veo a mí mismo leyendo en el tren, boquiabierto: no imaginaba que existiera una poesía así, tan franca, tan libre de impostación, con tanta alegre soltura, y lo que sobre todo me ganó fue esa mirada asombrada con la que el mundo se reinventa en el poema, en la que cada cosa adquiere una condición maravillosa, aun las más comunes. Algunos años después lo conocí a Tuñón, nos tuvimos mucho afecto y él presentó mi primer libro, pero ese encuentro con sus poemas fue el puro encuentro texto-lector, desprevenido. Sé que marcó toda mi relación con la poesía y que si de ahí en adelante traté de escribir fue para encontrar eso que me pasaba leyéndolo. ¿Lo encontraste? No, y eso es lo interesante. Es que soy un tipo mucho más cerebral y complicado que Tuñón, me falta esa amorosa y desguarnecida apertura de la sensibilidad hacia el mundo, que es lo que, precisamente, hizo que me resultara necesario. Así que tuve que ir buscando por otros lados. Probablemente, a Raúl no le gustaría lo que escribo ahora. Tampoco mi concepción de la poesía hoy se parece a la suya, pero en el fondo persiste intacto el deseo que él abrió, y ese deseo al fin y al cabo es para mí la poesía. ¿Por qué “otros lados” fuiste buscando? Ya estoy hablando de mis primeros años en Buenos Aires: letras de tango, Prevert, Humberto Costantini, los tres tomos de Éluard traducido por Ravoni, el decisivo descubrimiento de Vallejo y Pavese, los surrealistas, e incluso Tejada Gómez y Horacio Ferrer, que en esa época me gustaban mucho. Hasta que llegó la poesía de Gelman. Era lo que necesitaba: había ahí cierta relación con la escritura y la lengua que sigo reconociendo en lo que escribo. Si Tuñón me desató el deseo de la poesía, Gelman me desató la lengua. Me hizo encontrarme con mi lengua. No sólo con un castellano que, en general, sería el castellano de los argentinos, sino con un modo de saborear las palabras, de tocarlas, de jugar con ellas, que de algún modo ya era mío, o que estaba necesitando para encontrar palabras que puedo pronunciar sin sentir que falseo. Con los años, vinieron después Rimbaud, Lorca, Ortiz, Teillier, Levertov, Madariaga, Bayley, Gorostiza, Quevedo, Auden, Lezama, Brodsky, Martí, Rojas, Idea Vilariño, López Velarde, Pasolini, Celan, Char, García Marruz, y, ya en los últimos tiempos, el Wilcock que escribía en italiano, Bustriazo Ortiz, Oliva, Fogwill. Y, sobre todo, en medio de todo eso, el tener que aprender de nuevo a escribir y a pensar durante la dictadura, pero esa es ya otra historia. Entre cada uno de tus libros y el siguiente suele haber un largo tiempo. ¿Incide en eso la actividad de crítico? No escribo mucho, y de lo que escribo queda poco. Soy demasiado autocrítico, de una manera tiránica de la que no me puedo liberar, y que, a partir de cierto punto, ya no es responsabilidad ni rigor: es cobardía. Creí durante bastante tiempo, sí, que la causa estaba en el hecho de hacer crítica, que siempre fue una actividad que me atrajo mucho. Hasta llegué a decirme “más vale darle al mundo el trabajo de un buen crítico que las pelotudeces de otro poeta mediocre, como hay tantos”. Eran pretextos, coartadas para quedarme en lo seguro: la escritura de crítica da mucho más seguridad que la de poesía, o yo me siento en ella más seguro de poder hacer bien las cosas. Y ahí está la trampa: en necesitar seguridad. Lo mejor que escribí, lo escribí cuando mandé al diablo cualquier miedo a escribir mal o a ser mediocre o ridículo y me puse a meter placenteramente las patas en la escritura. Con lo que eso tiene de trabajo y lucidez, pero también de búsqueda y juego. Mi miedo a la escritura no es distinto del miedo a vivir. Y no me quejo: nada es tan bueno como lo que se vive cuando se desafía el miedo a vivir, y nada escribí como cuando le planté un me ne frega al goce de la autocrítica. Cómo manejás ese binomio/ trinomio poeta-crítico-periodista, y en qué medida retroalimentan tu escritura poética, y en qué punto la limitan (si es que la limitan). Fui periodista hasta jubilarme, el año pasado, porque era mi manera de ganarme la vida, pero nunca fue una vocación. No desprecio al periodismo y aprendí mucho haciéndolo, pero me alegra saber que hoy puedo vivir sin hacerlo. Y no era bueno para mi escritura poética: me quitaba tiempo, energías y disponibilidad mental. Pero hay algo que le agradezco enormemente al periodismo: me llevó a habitar cotidianamente un ambiente muy distinto del mundo de los poetas, los escritores y los “intelectuales” en general. Es una gran cosa no estar muy metido en “la vida literaria”, porque muy pocas cosas como la vida literaria empobrecen tanto la vida y la literatura, aunque sí es muy útil para “hacer carrera”. Si miro ese aspecto, es posible que me haya apartado más de lo conveniente. ¿Y entre el poeta y el crítico? Siempre pensé que eran actividades que, si no las encaraba con cierta distancia una de la otra, se iban a entorpecer entre sí, porque son muy distintas las necesidades a las que responden y las disposiciones espirituales que requieren son también muy distintas, casi las opuestas. Es otro también el tipo de responsabilidad: como poeta estoy solo frente al texto, o frente a la nada, pero el crítico no puede no tener en cuenta algún tipo de lector, aunque sea el que él inventa. Sostener los dos “oficios” requiere cierta gimnasia espiritual, cierta capacidad de salir de un “modo de estar ante el mundo” para pasar a otro, lo que es más difícil cuando el objeto de ambos es más o menos el mismo, la poesía. No dejaba de reconocer la utilidad que tiene para el trabajo de crítico mi conocimiento del trabajo del poema, en cuanto al manejo de los instrumentos y una mejor sensibilidad, siempre que sepa no exigirle al texto a criticar lo que yo quiero que sea mi poesía, pero no me pasaba algo equivalente si lo miraba a la inversa: eso que se llama distancia crítica, el necesario desapasionamiento, la disposición a reconocer poéticas muy distintas de la mía, e incluso a explicarlas, era, o me parecía, un impedimento para mi propia escritura poética, como si me quitara espontaneidad o me llevara a un trabajo intelectual y distanciado que, suponía, limitaba mis posibilidades creativas. Creía en una incompatibilidad básica entre el discurso poético y el del crítico o el teórico. ¿Ya no ves esa incompatibilidad? Hoy me parece un prejuicio romántico. A otros puede resultarles productivo, a mí no. Ahora creo que, si de verdad escribo poesía, si de verdad al escribir poesía pongo en juego todas mis capacidades y la hago como creo que la poesía debe hacerse, puedo y debo incluir en ese trabajo todo lo que tiene que ver con mi vida, incluida la crítica y la reflexión teórica, y que el ejercicio intelectual de la crítica y del pensamiento crítico me enriquecen. Tardé en descubrirlo, pero es lo que me fue mostrando concretamente y en los hechos la experiencia: ir descubriendo qué sería eso de mi propia escritura, y qué es eso que como poeta tengo para dar es ir buscando soluciones a las cuestiones que no me dejan escribir o me traban la escritura. Enfrento esa traba y ahí aparece lo nuevo, lo interesante: ese poeta que puedo ser yo. El hecho, el resultado, es que ya no veo barreras divisorias entre lo intelectual y lo emotivo, o entre lo espontáneo y lo muy pensado. Todo está entreverado y, en cierto modo es lo mismo. No siempre, claro. No podría darlo como una receta, pero sí puedo decir que a veces ocurre. A veces, cuando el trabajo de escritura alcanza cierta potencia o cierto nivel (¿de profundidad?, ¿de altura?, ¿de riesgo?), que son los que me interesan. “Como creo que la poesía debe hacerse”, dijiste. ¿Cómo? Como una búsqueda más allá de los límites habituales de lo que se supone que es la experiencia de vivir en el mundo, como un tanteo en lo que reclama ser dicho y no está dicho, como una exploración de las posibilidades de la lengua, como un trabajo gozoso y conflictivo en las imposibilidades de la lengua. Pero no sé, en realidad, si “debe hacerse”: que cada uno haga lo que quiera o lo que le salga mejor. Es, sí, en todo caso, lo que yo quiero hacer, o es lo que encuentro en la poesía que valoro más. ¿Cómo es la relación entre el lector y el escritor que sos? ¿Cómo es la relación entre el lector y el poeta, entre el lector y el crítico? Algo que le agradezco a la profesión de crítico es que me obligó a leer textos que no habría leído, o me obligó a dejar de lado prejuicios o preferencias previas al leer textos hacia los que sentía rechazo. A buscarles sus propios valores, más allá de mis gustos o de las poéticas de las que puedo sentirme próximo. Y la verdad es que así aprendí a leer propuestas y autores muy diversos, y descubrí cosas valiosas, tal vez quizá las más valiosas que descubrí. Doy un ejemplo: Girri, hacia el que durante años sentí un rechazo profundo, y al que empecé a apreciar desde que tuve que ocuparme de su poesía por encargo de un suplemento cultural. Y qué bien me hizo encontrar lo que ese trabajo me permitió ir descubriendo, más aun cuando después me llevó a ganar la amistad de Girri, que fue un gran momento para mí, demasiado breve por desgracia. Otro caso es la obra de Lamborghini (Leónidas): su lectura –lo puede advertir cualquiera que lea seriamente la poesía que escribo–, tuvo una influencia fortísima en las elecciones que hago en el momento de la escritura o los recursos que me resultan más productivos, y la tiene cada vez más. Pero durante años lo de Leónidas me parecía una especie de impostura infame, hasta que, al tener que incluirlo en una antología, le fui buscando la vuelta y ahí saltó la chispa. Buena o mala, puedo decir que mi poesía ganó mucho con las lecturas que le debo a mi trabajo crítico. Pero el lector que soy también está presente de otra manera en mis poemas: cada vez recurro más a las citas. De manera explícita o, la mayor parte de las veces, implícita, lo escrito por otros poetas –o escritores en general, o autores de canciones, o filósofos, o lo que fuera– aparece metido a cada rato. No es que cite para que se sepa que leo a tal autor o tal otro, y ni a siquiera a manera de homenaje. Lo hago por un solo e inevitable motivo: porque así me sale. La causa, se me ocurre, debe ser que mi imaginación es muy poca y más bien pobre, y, más que imágenes lo que me viene a la mente en el momento de escribir son lecturas, palabras ya escritas o dichas, y, como vienen, y empiezan a insistir y a pedir paso, les doy lugar. Las uso, ya que se empeñan tanto en estar ahí. Y además, y no en último lugar, porque lo que he leído o escuchado también forma parte de mi mundo, no menos que lo que vivo o lo que imagino o que sueño: ¿por qué no lo voy a aprovechar? Me interesa mucha esa fuerte intertextualidad, la multiplicidad de fuentes, las puertas abiertas a otros textos, sobre todo en tu último libro. Pero también hay una suerte de intertextualidad que practicás con tus propios textos, que reescribís o citás varias veces, o muchas veces en algunos casos, en el mismo libro o entre distintos libros. “Ahora que fuimos arrojados del Paraíso” aparece en varios libros, e incluso lo repetís. O la paloma como irrupción de algo vulgar y turbio, o el tipo que vuelve solo a la casa… La respuesta sería la misma: falta de imaginación, o de creatividad, y recurro entonces a lo que ya escribí. Yendo a lo que concretamente veo que ocurre: son cosas que “se me meten” en la escritura, y, como ya dije, si no puedo evitarlo busco qué hacer con eso. Y, ya que estamos, ver si le puedo extraer alguna productividad literaria: volver una y otra vez a hablar de lo mismo lleva a considerarlo de maneras diversas, o a vincular unos textos con otros de modo que formen una trama, una red, que dialoguen entre sí, se respondan, se desmientan, se complementen. Son, me parece, frases o palabras o imágenes que no llegan a agotarse, y entonces vuelvo a buscar qué más puedo encontrarles. Como el maniático obsesivo que soy, tengo que ir una y otra vez a lo mismo, pero no es comodidad: es que todavía hay algo ahí que me llama. Y, por otra parte, me gusta el juego musical, por así decirlo, de las reiteraciones, las reapariciones, que van como “puntuando” las series de textos. Me gusta que mis textos se lean aislados, por lo que cada fragmento pueda decir por sí mismo. Me gusta, cuando lo consigo, que eso sea posible. Pero todavía más me gusta que se los lea vinculándolos entre sí, porque entiendo que su sentido y su complejidad aumentan, y queda propuesto un trabajo interesante. También, por supuesto, con la posibilidad de vincularlos con los textos de los otros autores que cito: una cosa remite a otra que remite a otra, ojalá que sin fin. Me gusta proponer ese tipo de trabajo a la mente. ¿Y en los casos en que publicás dos o más versiones del mismo poema? Sí, el del tipo que mira la ventana pensando en el miedo a volar en Diario, o el que homenajea al poema de Bécquer sobre el arpa, en Lo espeso. Mirá, lo que me pasó puntualmente es que en Diario me encontré con dos poemas de los cuales tenía dos versiones de cada uno, y no sabía cuál elegir. Así que las dejé a todas, suponiendo que así iba a poder también proponer a quien leyera una tarea interesante: cotejar variantes, considerar que puede haber más de una versión de lo mismo, que las cosas no tienen por qué tener una sola resolución. Y de ahí en adelante lo repetí varias veces, incluso como un desafío a la ideología de la singularidad y el “texto definitivo”, y defendiendo el criterio de inacabamiento, que le gusta tanto a Gelman y que él sabe aprovechar tan bien. Quizá lo que esté haciendo sea buscar pretextos para justificar una incapacidad o una comodidad, pero creo que no. En todo caso, es un trabajo que a mí me gusta mucho hacer, ese de vincular entre sí objetos que se parecen o se repiten y a la vez difieren. Esa especie de diálogo entre las cosas. Hay otro aspecto que tiene importancia en tu vida, la política. Aparece muy poco en tu poesía, casi nada. ¿Por qué? Desde hace unos tres años, después de décadas de mucho desinterés hacia lo político, como le ocurrió a muchos de mi generación, he vuelto a participar en política, y fue muy bueno hacerlo. De todos modos, ya desde un tiempo antes la política había empezado a ocupar lugar en el mundo en que se mueven mis pensamientos y mis sentimientos, pero en mi poesía ese componente casi no aparece, como tampoco aparecen muchas otras cosas que me importan y hasta me obsesionan, pero no todo lo que uno vive suscita poesía. No creo en la coherencia: uno no es una persona, es muchas personas diferentes, según dónde está o con quién, o según qué está haciendo. Escribir poesía es un acto que me reclama poner más en juego unas cosas que otras, no sé por qué será, en todo caso sí sé que cuando digo "escribir" uso una misma palabra para referirme a dos cosas muy distintas, casi opuestas: la producción de textos con una determinada finalidad y la écriture, dicho en francés como reconocimiento de una deuda con Barthes. Cuando escribo artículos, epígrafes, copetes, títulos de notas y en general lo que tiene que ver con la profesión periodística, sé muy bien lo que estoy haciendo –hasta donde se puede decir que uno sabe lo que hace, por supuesto–, aplico un cierto dominio de los instrumentos, una cierta experiencia, calculo qué efectos puedo producir, tengo en cuenta qué esperan de mi los lectores o cuál es su capacidad de comprensión y qué espera de mí la institución o la empresa para la que trabajo, qué puedo decir y qué no. Lo principal es que existe previamente al momento de la escritura algo que debo o quiero decir y trato de hacerlo de la mejor manera posible. Al escribir poesía, en cambio, no sé bien lo que hago, me voy sorprendiendo o me voy resignando, veo que hay cosas que aparecen, como si pidieran ser puestas en el papel, y cuanto más imprevistas llegan más me alegra, y cuanto más desconocido es eso que se arma ante mis ojos más siento que vale la pena estar escribiendo. Ahí sí entiendo bien lo de Rimbaud, "Yo es otro", y agregaría que ese otro es mucho más interesante que yo. Dijiste “aprender de nuevo a escribir y a pensar durante la dictadura”. ¿Por qué? Suena feo lo que voy a decirte, pero es cierto: a la dictadura le debo mucho. Bueno, o malo, o regular, soy el poeta que soy, el que tiene algo propio para dar, porque tuve que aprender a escribir de nuevo, y eso se lo debo a la dictadura. Tuve que ir descubriendo de a poco cuáles eran las palabras que podían ser mías y cuál podía ser mi relación con las palabras. Y, tan importante como eso o más: qué cuestiones podían ser las que me llevaran a recurrir a las palabras. ¿De qué iba a escribir? ¿Para qué? No había ni “de qué” ni “para qué” durante los primeros años de la dictadura: ni la poesía tenía sentido ni ninguna otra cosa, salvo sobrevivir. Cuidar a mi hijo recién nacido, buscar medios de subsistencia, mirar series y películas por televisión para no pensar en otra cosa, sobrellevar un mal matrimonio (es notable cómo, al concluir la dictadura, estallaron las separaciones y los divorcios). No soy uno de los que peor la pasaron: no estuve desaparecido, ni preso, ni sufrí siquiera un bastonazo, ni me fui al exilio, y, aunque me desaparecieron algunos amigos, no fueron tantos como los que perdieron otros, ni tan cercanos. Lo peor fue que me quedé sin trabajo y supe de verdad qué es la pobreza, pero eso en lo concreto, visible, puntual, porque, en un plano más profundo, más existencial, por así decirlo, la dictadura fue un tajo absoluto en la vida, un abismo. Todo lo que tenía algo que ver conmigo, todo lo que me interesaba, se había vuelto imposible, inconcebible. ¿Qué iba a decir, entonces? ¿A quién le iba a hablar? El mundo se había vuelto una habitación cerrada en la que apenas se podía mirar por la ventana sin entender bien lo que se veía porque los códigos habían cambiado. Literalmente vivía así: encerrado en un departamento ante una ventana. Es lo que aparece en Diario en la crisis, aunque recién me di cuenta varios años después de que saliera publicado el libro. ¿De esa época sale Diario en la crisis? Cuando salió el libro y lo leyó Marcelo Cohen, que pasó toda la dictadura en España, me dijo en una carta “ahora entiendo cómo era estar allí”. Y ahí me di cuenta: de eso, de lo que era para mí la vida en la dictadura, hablan esos poemas, aunque en ningún momento me propuse tratar el tema, ni la dictadura aparece mencionada, salvo, tal vez, indirectamente, en En caso de que. Había intentado escribir poemas, nada más, y buscando qué podía ser eso de lo que podía escribir, y solamente aparecían escenas de encierro, alguien mirando unas aves por la ventana, pequeños detalles sin significación clara. Iba tratando de ver si podía hacer con eso algo que pudiera sostenerse literariamente, no aspiraba a más: escribir en crisis, justamente, arrancarle palabras a una situación de crisis. Lo curioso es que el título es anterior a la dictadura y a los primeros poemas del libro. Fue como una premonición. También Lo espeso real se me ocurrió antes de que empezara a escribir los poemas de ese libro, aunque no son poemas escritos para acomodarse a un título ni mucho menos. Me había gustado la idea de que un libro se titulara Diario en la crisis: no conocía por entonces la frase de Juarroz, “la poesía es crisis”, que luego, en el momento de la publicación, sentí que justificaba el título. El libro, me decía, era el resultado de una triple crisis: del país, de una crisis personal y de una crisis en mi relación con las palabras. Si las palabras habían perdido todo sentido, toda resonancia, si ninguna valía casi nada ni había casi nada que valiera la pena decir, cada poema era el resultado del intento de ver qué palabras podía encontrar que tuvieran aunque fuera un valor mínimo, que no mintieran, que no falsearan, que no agregaran más silencio al silencio o más ruido al ruido. Y también ver qué podría tal vez tener que decir, y encontrándolo ahí, en el poema, en el momento en que las palabras y las cuestiones van apareciendo en la página: es lo que vengo haciendo desde entonces. ¿Por eso apartás de tu obra a tu primer libro? Es que lo siento muy ajeno. No es que no le tenga cariño: Blues del que vuelve solo a casa es un recuerdo querido, porque nunca más volví a sentir aquella intensidad en la experiencia de escribir, ni volví a tener jamás un grado de creatividad como el de entonces: envidio al que fui, en ese sentido. Pero estaba aferrado a una poética muy limitada, lo que no está mal porque me sirvió para empezar y, de ahí, pasar a otra cosa. Blues… es un libro escandalosamente epigonal: había por ese entonces, o algunos creíamos que había, una “poética de los 60”, y es lo que quería hacer: una mezcla de coloquialismo y realismo mágico, con toques de surrealismo y ultraísmo y un trasfondo tanguero, todo envuelto en cierta rebeldía existencial y política. Ya había empezado a sentir que eso no me alcanzaba cuando viene el golpe del 76: buscaba otras posibilidades en Juarroz, Cardenal, Parra, los chilenos de los 60, Cisneros, la beat generation, Pizarnik, y hasta los rosarinos de El lagrimal trifurca. Cuando la dictadura corta ese proceso, esas lecturas me sirvieron para seguir adelante, y después Ungaretti, Montale, los modernistas brasileños, Pessoa, y, muy especialmente, Giannuzzi, Eliot y los norteamericanos: Pound, Stevens, Williams, Cummings. Pero no eran tan importantes las lecturas como el propio desafío de encontrar algo que pudiera poner en el papel sin sentirme un impostor, de esos que cubren con palabras innecesarias su incapacidad de decir nada. ¿Qué tenés que criticarle a aquella poética inicial? En aquella época yo creía que hacer poesía era disponer las palabras (ofrecer productos hechos de palabras) de modo de seducir a lectores a los que le gustara lo que me gustaba a mí, ser seducido por imágenes brillantes. Apreciaba a Benedetti y admiraba a Tejada Gómez, a Costantini y Horacio Ferrer (por suerte también leía y admiraba otras cosas). No digo que esté mal que a algunos les guste todo eso, digo que a mí ya no me interesa. Cambié como lector: no me interesa ya la euforia que da el poema cuando confirma lo que uno ya siente, o el bienestar de recibir lo que uno quería recibir. Para eso está León Gieco, yo quiero otra cosa. Cuando uno ha leído a Beckett y vuelve cada tanto a San Juan de la Cruz y Garcilaso, o Trilce, o Saer; cuando uno aprendió a disfrutar a Tarkovsky y Alexander Kluge, a Keith Jarret, al Cuchi, a Satie, su destino pasa a ser la búsqueda en el desconcierto, el tener que enfrentarse siempre a algo que uno no sabe qué es y que lo desafía. Nada creo que me importe más que la extrañeza. ¿Escribís pensando en un libro, en un plan? ¿Escribís buscando cierta organicidad, es decir, una obra en la que las partes respondan a un todo, o escribís y los textos van reuniéndose azarosamente? Blues, Diario en la crisis y Lo espeso real son recopilaciones de poemas que había ido escribiendo. No había un proyecto previo, ni nada que organizara el conjunto. Cantos en la mañana vil, en cambio, es un libro, de entrada, y ni siquiera sé si muchos de los textos que lo componen pueden ser considerados poemas, ni me importa: es poesía, creo que lo es, hecha a través de poemas o de grupos de palabras que vaya a saber cómo pueden denominarse. Empezó como unas anotaciones que hice sin ninguna confianza, a las que fui agregando otras anotaciones, más o menos vinculadas y en diálogo con las primeras, como quien apunta frases en una libreta, todo eso mientras iba terminando Lo espeso real. Sin ninguna seguridad le mandé una parte a Gelman, que me respondió “seguí así”, y cuando estuvo más o menos lista una serie de textitos se la di a Fogwill, que me dijo no solamente que le gustó mucho sino que esa era la primera parte de un libro de varias partes. Y entonces salieron, de a poco, las otras dos. En la resaca, por su parte, empezó con dos o tres poemas, pero al ir corrigiéndolos me di cuenta de que me iban quedando al margen otros poemas vinculados a esos, o fragmentos que se desprendían de esos intentos, y vi la posibilidad de articular todo eso en series, y a la vez mezclar las series entre sí. Pero, además, para poder seguir adelante, pensé una estructura: doce series, cada una encabezada por un texto con el nombre de un mes que trata de dar cuenta de un momento, una escena, para que luego cada serie pueda ir disparándose para cualquier lado. Me gustó, empezó a funcionar, y en un punto me di cuenta de que, para poder terminar el libro iba a tener que llenar huecos, completar series, armar relaciones: por primera vez en mi vida me propuse escribir poesía como un novelista escribe novelas, con un cierto programa y poniéndome deliberadamente a componer el texto que debía ir en ese lugar. Y pude hacerlo, y me gusta lo que salió. En todo caso, el resultado es que ya no puedo escribir poemas exactamente: escribo libros de poesía. ¿Eso es lo que te propusiste para esta etapa: no poemas sino libros de poesía? No me propuse nada: simplemente, no puedo hacer otra cosa. Es la poesía la que me lo pide. O la escritura de poesía. La escritura sabe bastante más que yo, por suerte. ¿Para qué va escribir uno, o para qué va a hacer arte, si no es para que aparezca lo inesperado, para que algo que no existe aún en los discursos o en las conciencias empiece de algún modo a existir? ¿Voy a decir lo que ya se sabe, a escribir lo que ya se escribió? No estoy sugiriendo, espero que se entienda, hacerse el loquito, inventar extravagancias para impactar a los giles o impresionar a los críticos y los historiadores de la literatura. Saer rechazaba la idea de “literatura experimental” porque, decía, toda la literatura es experimental. Claro que no llamaba “literatura” a cualquier cosa que apareciera escrita, y yo tampoco. Estoy hablando de internarse en lo desconocido, una búsqueda que tiene alguna analogía con la del psicoanálisis, pero que para mí está en el núcleo de lo que da a un texto el valor poético o el valor artístico a una obra plástica o una película: hacer que se conforme algo que estaba necesitando conformarse y no tenía cómo. “Dar cancha”, por así decirlo, para que pueda ser lo que todavía no es, pero que desde ese “no ser” le está reclamando atención a uno, como una fuerza oscura o difusa. Para eso sirven el arte o la poesía, y por eso son indispensables. No para adorno, no para hacer más llevadera la vida: para iluminar, por así decirlo, o dar vuelta todo, al introducir “otra cosa” en la escena. Modos de refinar y aguzar la conciencia y la sensibilidad, de sacarnos de nosotros mismos. “La escritura sabe más que yo”, decís. Pero el que escribe sos vos. ¿O estás hablando de inspiración, de algo así como iluminación divina? No sé si eso es lo que llaman “inspiración romántica”. En todo caso, no es algo que venga del Espíritu Santo ni de los sótanos del Demonio. Prefiero hablar de trabajo, un tipo de trabajo que da lugar a que irrumpa lo que no habría aparecido por otras vías. Hay una frase que se le atribuye a Marx, “los poetas no saben lo que hacen”. No sé si lo dijo, pero, si lo dijo, se refería probablemente a que cuando el trabajo de escritura está centrado en el ritmo, los sonidos, las imágenes, baja el control sobre aquello que se quiere decir, o eso que se quiere decir se subordina a las exigencias “formales”, por llamarlas así, con lo que se termina diciendo algo que uno no sospechaba y que, muchas veces, es más verdadero o más genuino que lo que se pretendía decir. El artista, el poeta, es alguien que va descubriendo las cosas en el momento de hacerlas, o después de haberlas hecho. Si se parece en eso al investigador científico, nada tiene que ver con el técnico, el artesano, que saben bien qué hacer y cómo. Pero no podés negar que es mucho mejor que un poeta domine ciertos saberes, que conozca su oficio, que estudie y practique. El modo, por ejemplo, en que vos usás el corte de verso y el encabalgamiento… No estoy a favor de ser un improvisado o un espontáneo. Todo lo contrario, hablo de un trabajo. Uno tiene que manejar muy bien los instrumentos, y tener la mayor cantidad posible de instrumentos para ese trabajo, que es difícil y necesita dedicación. Pero el trabajo mismo requiere, al menos para mí, admitir que uno no sabe bien de qué está hablando ni hacia dónde va. Y cuanto menos sepa, mejor: más va a descubrir. Te hablo de mi experiencia: escribir desde un no saber, incluso no saber aquello que se creía saber, abre un enorme campo de posibilidades al trabajo poético. Ver poéticamente lo conocido es verlo como si no fuera conocido, o volverlo desconocido. Ahí está lo que desata el movimiento de la escritura: qué o cómo sería eso que no sé qué es, cómo me acerco. Desconocer lo que se conoce para abordarlo mejor, para probar otros modos de relación, e incluso para que uno pueda librarse de sí mismo, de ese “yo” que suele ser tan aplastante: no saber y hasta no ser. Dejar de ser, no ser ya nada, al menos mientras uno escribe o mientras uno piensa al poema: todo se vuelve más interesante o extraño, y se puede avanzar así, abierto a ver qué pasa. Si tuvieras que hacer un balance de lo que fue la “poesía de los 90” en Argentina, ¿qué dirías? De algún modo fuiste mentor de esa generación, ¿verdad? ¿Generación? Yo no diría eso. Tampoco me interesa ya hablar en términos de generación, salvo que nos vayamos a la generación española del 27, que es un rótulo para distinguir a un grupo de poetas, no a todos los que escribieron en el 27. Eso es “generación”, un rótulo, y “Poesía de los 90” es otro rótulo tal vez más sospechoso: una marca para vender. Pensar generacionalmente me parece una excusa para no ponerse de verdad a pensar la poesía, o un modo de sustituir el interés hacia la poesía por las rivalidades entre grupos, el chismorreo, la búsqueda de lugar en el ranking o las estrategias publicitarias: a ver cómo digo una frase resonante o provocativa que puedan citar los diarios, o que provoque el suficiente escándalo como para que hablen mucho de mí. Pero no se trata solamente de la obediencia conformista con que las antologías, el periodismo cultural y algunas cátedras universitarias dicen “Poesía de los 90” y la consideran “la poesía de este tiempo”: tan malo como eso o peor son todas esas mesas redondas, todos esos debates que se esfuerzan denodadamente en criticar “el canon”, desautorizar a la Poesía de los 90 y denunciar una conjura para promover a unos y excluir a otros, esas “contraantologías” de los “no consagrados”. Es el otro costado de lo mismo: esos que se ponen en el lugar del excluido o el apartado por el poder sin preguntarse si han hecho algo con su escritura que merezca de veras que se les dé alguna atención. Es patético, es una pérdida de tiempo aburridísima y que enchastra de mediocridad todo. Parece que no hay para esa gente otro tema que revisar a cado rato la vidriera: quiénes entran y quiénes no. No se habla de poesía, la poesía no les importa un carajo, es un pretexto. Lo que les importa es conseguir acceder al podio de los reconocidos, del modo que sea, si están afuera, y, si están adentro, mantenerse indefinidamente en el podio y hacerlo notar, del modo que sea también. ¿Dirías que cada vez más lo que importa es el lugar que cada uno consigue en la “carrera de poeta” y cada vez menos importa la poesía? Y una cosa, según parece, es el resultado de la otra. Yo ya no sé exactamente que es “ser poeta” ni me interesa: lo que quiero es hacer poesía, no “ser poeta”. Pero si te fijás en la inmensa mayoría de los poetas, o de los que dicen ser poetas, vas a ver que hablan mucho de eso, “el poeta”, o “los poetas”, y de poesía hablan muy poco, o nada. ¿Les interesa escribir o lo que les interesa es andar por ahí luciendo el título, “poeta”, como si eso les hiciera sentirse superiores o les diera un lugar en la sociedad? Ya sabemos qué es lo que les importa, y el resultado podés verlo en las cosas que escriben, y que encima se celebran mutuamente, a veces sin leerlas siquiera. Pasa, además, un fenómeno curioso, o grotesco, entre alguna de la gente más joven, que, agarrada de poéticas que consideran “realistas” o “pop”, se burlan de todo lo que tenga que ver con la tradición que viene del romanticismo y el simbolismo como si hablaran de trastos viejos o piezas de museo, y a la vez se quedan con la peor de las taras que el romanticismo nos legó: el personaje del Poeta. Ya no es, claro, el poeta como vidente, el poeta como un tipo que elige un peculiar modo de vida (“vivir poéticamente” se decía antes) o una práctica a la que ese tipo se dedica como a un apostolado. No, “poeta” es simplemente cualquiera que junta algunas palabras, arma con esas palabras cualquier cosa, no importa si buena o mala o insignificante, publica un librito o lo pone en un blog o sale a leer eso que hizo en cafés literarios o grupitos de amigos y ahí, portando ya el cartelito de “poeta”, busca los modos más hábiles de quedar bien ubicado. Deben tener, supongo, una necesidad apremiante de que alguien les preste atención. Todos, en realidad, la tenemos, pero algunos tratamos de que no nos atrape hasta anularnos. ¿No te parece que es la sociedad misma, la cultura vigente, la que a la vez que aleja a la gente de la poesía o el arte hace todo lo posible para promover al poeta o al artista? Sí, y se llama mentalidad de mercado, y en el fondo, aunque tal vez para otro público, hacen lo mismo que lo que hacen los programas o las revistas dedicadas a informar sobre la vida y costumbres de las modelos o las estrellas de TV. En el campo de lo que se llama “cultura”, específicamente, hace rato que eso está instalado, y nadie se atreve a discutir ese consenso, sin el cual, por otra parte, difícilmente podrían sostenerse muchos de los más estridentes cultores del ultra-vanguardismo transgresor. Cuando se le pregunta qué es arte, León Ferrari dice que es cualquier cosa que haga un artista. Si es artista, puede poner moco en una servilleta, guardársela en el bolsillo y eso es arte, se rasca el ombligo y es arte. ¿Y quién los designa artistas? ¿Los marchands, los agentes de prensa, las academias, los medios? No la obra, en todo caso. Raúl Gustavo Aguirre decía lo contrario: es el poema el que hace al poeta. No me importa ni medio quién pintó el bisonte de Altamira: me maravilla el bisonte de Altamira. Y un poema de Ortiz me importa por el tipo de experiencia que me propone o el trabajo mental que me lleva a hacer, aunque sepa que lo hizo un tipo genial como Ortiz. Pero es genial no porque se llama Ortiz o porque al fin consiguió que lo reconocieran, sino porque consiguió escribir eso. No me respondiste lo que te pregunté sobre “Los 90”. ¿Qué pasó con eso? ¿Es cierto o no que fuiste de algún modo su mentor? ¿Qué voy a decir? ¿Por qué seguir hablando de los 90? Es que uno se cansa de dar tantas vueltas en torno de tan poco. Hay cosas buenas, otras excelentes, otras más o menos, otras que, bueno, para qué perder tiempo en eso. Y también mucha poesía escrita en esos años, alguna muy buena, que nada tiene que ver con el programa de “Los 90”. Pero no voy a eludir tu pregunta: sería exagerado decir que fui “mentor” de los noventistas, ni a ellos les gustaría. Hubo mentores, pero no fui yo. Sí es cierto que alenté a que surgieran ciertos autores y ciertos textos, bastante antes de que alguien los etiquetara como “Poesía de los 90”, en Diario de Poesía y con la antología Poesía en la fisura. Era la época en que creía que debía respaldar lo que pudiera contraponerse a ciertas propuestas que ocupaban el primer plano y que no merecían, a mi criterio, una atención tan desmesurada. Y me parecía una tarea necesaria sostener a quienes traían a la poesía de ese momento algo que, me parecía, faltaba, y que podía hacerle bien. Cuando recuerdo aquellos modos politiqueros de concebir la poesía me da náuseas, pero entonces me parecía natural. Y no era capaz de prever, además, que todo eso que aparecía como “un soplo de aire fresco” –por así decirlo– iba a convertirse poco después en un sistema de promoción y una especie de mandato tiránico, que hizo sufrir bastante a muchos que recién empezaban y no encajaban en la receta. Era inevitable que ocurriera, pero yo era ingenuo, o estaba demasiado metido en la obnubilación de “el ambiente”. Ya está, en todo caso. Quedaron textos. Mejor que preocuparse por lo que pasó con Los 90 veamos los poemas, ¿no? Pero no como ilustración de una época o de una tendencia: qué hay en esos poemas, qué les podemos encontrar, sean noventistas o cualquier otra cosa. ¿Qué puede decirse entonces que pasa hoy en la poesía argentina? Yo, nada. No sé qué pasa. Ni creo, a decir verdad, que nadie lo sepa. Ni que haya manera de saberlo. Y aunque la hubiera, no me molestaría ya en averiguarlo. ¿Tiene alguna importancia? Entiendo que les interese a los sociólogos, a los antropólogos, a los psicólogos sociales, a los periodistas culturales, a los editores, a los historiadores, a algún catedrático de letras que de esa manera zafa de enfrentarse realmente a aquello que en las letras puede interpelarlo hasta removerle cualquier seguridad profesoral. Pero yo estoy hablando de poesía, de algo que le ocurre a la vida de uno cuando entra en relación con ciertos textos. “Intercambiar nuestras señales a la intemperie”, decía Edgar Bayley. ¿Cómo hacerlo cuando uno se refugia en rótulos, fórmulas, comodidades mentales? “Generación Tal”, “esto es lo que hay que escribir en esta época”. ¿Hay que seguir supeditando la escritura y la lectura a la lógica capitalista de la moda y la novedad? ¿Por qué, para leer y escribir, uno se debe someter a las necesidades de los periodistas culturales y los historiadores de la literatura? ¿Necesito que me digan cuáles son los requisitos para sentir eso que me pasa en el encuentro con un texto? ¿Hace falta que un reseñista o un antólogo me autorice? |
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