El poema como eco de un universo musical
Entrevista con Mercedes Roffé 

Por Nelly R. Guanich


La ópera fantentrevista-mercedes-roffe.jpgasma toma su nombre de uno de los poemas del libro Ghost Opera, escrito a partir de la obra homónima del compositor chino Tam Dun. Según Tam Dun, "ghost opera" es un género dramático de la tradición china, en el que el protagonista se encuentra con su pasado y su futuro, con sus ancestros vivos o muertos, y tiene un diálogo con ellos. En el poema, el encuentro es entre y con nuestros "ancestros" Shakespeare y Bach, pero la última línea ("Fuga, fuga de muerte –dice Bach") recupera, a partir de la palabra "fuga" (la forma musical), la memoria del poema de Paul Celan, Todesfuge, uno de los poemas clave del siglo XX.

La funcionalidad de La ópera fantasma como título del libro, sin embargo, no termina allí. El recurso de traer a primer plano el título de un sólo poema de una de las cinco partes del libro no habría bastado para asegurar por sí solo un mínimo de cohesión del libro como totalidad. Precisamente por esa condición de irrealidad o incorporeidad que evoca, “la ópera fantasma” –la expresión en sí– intenta recuperar la memoria de un proyecto firmemente anclado en la tradición occidental; un proyecto sólo parcialmente realizado, realizable, como lo fue el ideal de la “obra total”...

No. 44 / Noviembre 2011


 

El poema como eco de un universo musical
Entrevista con Mercedes Roffé 

Por Nelly R. Guanich



entrevista-mercedes-roffe.jpg Tu libro La ópera fantasma, publicado inicialmente en 2005, acaba de reeditarse en Buenos Aires. ¿Puedes explicarnos el porqué de ese título?

La ópera fantasma toma su nombre de uno de los poemas del libro Ghost Opera, escrito a partir de la obra homónima del compositor chino Tam Dun. Según Tam Dun, "ghost opera" es un género dramático de la tradición china, en el que el protagonista se encuentra con su pasado y su futuro, con sus ancestros vivos o muertos, y tiene un diálogo con ellos. En el poema, el encuentro es entre y con nuestros "ancestros" Shakespeare y Bach, pero la última línea ("Fuga, fuga de muerte –dice Bach") recupera, a partir de la palabra "fuga" (la forma musical), la memoria del poema de Paul Celan, Todesfuge, uno de los poemas clave del siglo XX.

La funcionalidad de La ópera fantasma como título del libro, sin embargo, no termina allí. El recurso de traer a primer plano el título de un sólo poema de una de las cinco partes del libro no habría bastado para asegurar por sí solo un mínimo de cohesión del libro como totalidad. Precisamente por esa condición de irrealidad o incorporeidad que evoca, “la ópera fantasma” –la expresión en sí– intenta recuperar la memoria de un proyecto firmemente anclado en la tradición occidental; un proyecto sólo parcialmente realizado, realizable, como lo fue el ideal de la “obra total”, la obra en que confluyeran todas las artes, en la que los límites entre un arte y otra se diluyeran. Es el ideal que inspiró a los simbolistas de fines del siglo XIX y que –a falta de otra materialización– muchos quisieron ver en el proyecto wagneriano. No en sus temas, no necesariamente en los mitos que Wagner tomó como fuentes, sino más bien en la ambición misma que orientó su trabajo, aun si llamaba a quedar en ese estadio de “ambición” –es decir de ansia, de sed, de intuición de algo que se sabe que, por su naturaleza misma, no habrá de alcanzarse.

De todos modos, cuando pienso en la idea de obra total, donde todas las artes se den cita, personalmente no pienso tanto en algo tan monumental como las óperas wagnerianas, sino precisamente en ciertos momentos, ciertos destellos que a veces se dan en la historia, y que se encarnan más bien en obras habitualmente consideradas menores: en las telas de Böcklin, en algunas piezas brevísimas de Hildegard von Bingen o de Arvo Part, en las Églogas de Garcilaso, en el poder del conjuro y del dibujo ritual, antes y después de Delfos, de las arenas de Nasca y del “Libro” de María Sabina.


Tus fuentes son múltiples. ¿Puedes hablarnos de la intertextualidad presente en tu obra?

El entretejido de voces en el poema –voces a veces reconocibles, de la cultura compartida, a veces más locales o coloquiales– es uno de los rasgos más presentes en mi poesía, desde Cámara baja, de 1987, donde se entrecruzan una diversidad de voces literarias con restos de conversaciones, frases hechas, expresiones populares... una técnica que se prolonga hasta los primeros poemas de La noche y las palabras, que escribí ya en los años 90, y en el que de algún modo se integra también la experiencia de vivir en otra lengua.

En La ópera fantasma, la integración de voces, de discursos, se vuelve más amplia, más inclusiva, en tanto incluye medios no necesariamente considerados parte del acervo “artístico”, como la etnografía o el ritual. En este sentido creo que el libro participa de una concepción similar del hecho poético, pero que va más allá, que explora otras líneas posibles, otros lenguajes, otros rumbos.


En
La ópera fantasma encontramos una presencia importante de la música. ¿Qué nos podrías decir al respecto?

Los poemas de la última parte del libro son una especie de meditación o de visualización a partir de obras musicales. En general, los poemas no guardan relación directa con la extensión o la estructura de la obra musical que le dio origen, pero sí llevan los títulos de esas obras y el nombre del compositor abajo, a modo de homenaje.

Uno o dos poemas, sin embargo, adquirieron su propio nombre en el proceso de escritura. Es lo que pasa por ejemplo, con el poema Cinco Noches, que escribí a partir de la Noche transfigurada, de Schoenberg. El primer rasgo distinto a los demás es que cada movimiento de la obra de Schoenberg dio lugar a un poema, y que por lo tanto el texto sigue, de algún modo, la estructura de la obra un poco más de cerca que en los demás casos. Hacia el tercer poema (el tercer movimiento de Schoenberg), me di cuenta de que cada movimiento estaba dando lugar no sólo a un poema distinto, sino que cada uno de esos poemas reelaboraba, reescribía, una noche clásica de la literatura: 1. La noche del cuento popular en la que "el pájaro de fuego" pierde la pluma que dará ocasión a su búsqueda (o su cacería); 2. La noche de The Fox, de D.H. Lawrence; 3. La noche que se narra en El zahir, el magnífico cuento de Borges.

A partir de allí la elección de las otras dos noches fueron un poco más deliberadas: 4. La noche del Nocturno a Elvira, del poeta colombiano José Asunción Silva, que sigo considerando uno de los poemas más hermosos y mejor construidos de la lengua. Y, como cierre, 5. Verklarte Nacht, la noche que se describe en el poema romántico alemán que había inspirado la obra musical de Schoenberg. Con lo cual de alguna manera se cierra el círculo, el diálogo entre los dos lenguajes, la música y la poesía, como mutuas inspiradoras una de otra.

A diferencia de los otros, en vez de titular el poema igual que la música de la que había partido, preferí llamarlo Cinco Noches, que es también un homenaje a Siete Noches, el libro que reúne siete magníficas conferencias de Borges.

Creo que lo que está en la base de esa constante presencia de la música en mi poesía es una concepción de la poesía como música –no en el sentido de privilegiar en el poema la sonoridad sobre el sentido, sino en tanto que concibo el poema como eco o armónico de un universo fundamentalmente rítmico, musical.
  

En cuanto a los pintores que aparecen en tu poesía, me pregunto por qué Remedios Varo u Odilon Redon. ¿Por qué no otros?

entrevista-portada-la-opera-fantasma.jpg Siento una especial afinidad con la obra de ciertos pintores. Dentro de la pintura figurativa, valoro especialmente mundos tan vívidos, tan personales, tan oníricos, como los que proponen en sus cuadros Odilon Redon y Remedios Varo. Creo que los dos proponen un universo de personajes absolutamente propios, pero también arquetípicos. Tanto los monstruos al carboncillo de Redon, como el vívido surrealismo de Varo presentan un universo cuyos habitantes no sólo nos hablan, sino que nos piden, nos conminan a que les demos voz. Como poeta no puedo sino sentirme impulsada a dársela, a interpretar y hacerme eco de lo que me transmiten, al menos en la medida en que esas palabras vienen a mí probablemente desde las mismas órbitas desde las que esos seres –tan extraños y tan afínes a nosotros- nos miran y nos interpelan.

Y aun así no siento que los de Varo y Redon sean los únicos personajes que me abordan de esta manera. Me parece que son más bien epítomes de una experiencia tan hondamente humana como poética.


¿Cómo describirías lo que fue la generación del 80 en Argentina y en qué corriente te sitúas tú en relación a la poesía que se escribió en ese momento?

La generación del 80 en Argentina –o en Buenos Aires, diría más bien, que es el área que más conozco– fue un mosaico de estéticas muy diversas. La palabra “generación” en este caso tiene un sentido puramente cronológico e incluiría a los poetas que empezamos a publicar entre mediados de los 70 y principios de la década siguiente, independientemente de la poética que cada cual defendiera, o creyera cultivar.

Personalmente, desarrollé amistades entrañables con poetas de todos esos grupos; pero nunca me sentí parte constitutiva de ninguno –aun cuando ellos mostraron siempre un enorme respeto y entusiasmo por mi obra así como yo admiraba la de ellos.

Curiosamente, ahora creo que me siento estéticamente tan ligada a ciertos nombres individuales de la poesía argentina como a un núcleo más amplio de poetas latinoamericanos, e incluso de otras lenguas, en los que veo despuntar un trabajo formal y una meditación que de algún modo identificaría como un Neo-simbolismo –no importa lo conflictivo que pueda resultar hablar de simbolismo en una época de las características de la nuestra. Entre los nombres que asociaría a esta estética estarían los de María Auxiliadora Álvarez y Patricia Guzmán, de Venezuela; Raúl Zurita y Marina Arrate, de Chile; Marosa de Giorgio y Víctor Sosa, de Uruguay; Roberto Piva en Brasil; Elsa Cross, en México... Creo que de algún modo coincidimos en la manera de concebir el poema como algo que sólo puede actuar si está bien construido, es decir, si funciona, en principio, como aparato estético.


¿Qué relación mantienes con las corrientes literarias y culturales de Argentina y de los Estados Unidos, especialmente de Nueva York, donde resides desde hace tiempo?

Buenos Aires y su comunidad poética siguen siendo mi espacio de pertenencia, la caja de resonancia de mis poemas y de mis afectos. Nueva York me permite una distancia muy propicia, precisamente de todo aquello a lo que estoy tan apegada. Me permite un espacio de trabajo y de lecturas que recorren caminos que muy probablemente no habrían sido los mismos de haber vivido toda mi vida en Argentina. En ese sentido, creo que le debo a Nueva York una parte importante de mis intereses y de mis logros recientes, entre los cuales incluyo el acceso a poetas del resto de Latinoamérica y de los Estados Unidos, de Canadá y de Europa, a los que seguramente me habría sido más difícil frecuentar desde Buenos Aires. Creo que poder unir dos bagajes tan distintos –de concepciones de la poesía, de lecturas, de traducciones, de autores y poetas de primera línea, de contacto o distancia con otras culturas-, y sentirme parte de dos centros culturalmente tan activos como Buenos Aires y Nueva York es algo que repercute muy positivamente en todo lo que hago.


¿Podrias describir un poco cuál el fue el punto de partida para la composición de tu libro La ópera fantasma?

La ópera fantasma parte del proyecto de experimentar a partir de formas no verbales –o verbales, pero no necesariamente literarias— como base para la articulación del poema. Otras áreas del saber y la cultura sirven de punto de partida a un discurso que llega a ser poético, e incluso lírico, sin consolidarse alrededor de ningún yo específico. Si aparece el yo es como máscara, no en el sentido de ocultamiento, sino en el de la voz que se ha decidido “hacer hablar” en el poema. Puede ser, como decíamos, un personaje de Remedios Varo o de Odilon Redon. Puede ser una imagen (imago más bien) surgida de una cantata de Bach o de un pasaje de Steven Reich. Aun cuando algunos críticos hayan tomado, erróneamente, los pocos “yo” que aparecen en el libro como un sinceramiento de la autora, esos “yo” no son más cercanos a mí ni más personales que la voz que alaba la Creación en un cántico de Hildegard von Bingen o que el niño que juega en un panel de Bonnard.

En 2009 aparece en Buenos Aires otro libro tuyo, Las linternas flotantes. ¿Qué dirías que ha cambiado ahora, al llegar a Las linternas?

En Las linternas se producen vacíos, momentos en los que asoma, reaparece, como una falla, una presencia inevitable, la palabra desnuda, llana, plana incluso. Palabra de peso, tan llena de sentido, tan vacía. Casi un hueco en el texto. Una peligrosa transparencia. Como si fuera el eco –siniestro, fantasmático— de una poesía así llamada “política” o “social”, tal como más se la ha frecuentado, en una casi obscena desnudez. Aquí en cambio irrumpe casi como inevitable. Es la inevitabilidad de lo que se dice en el cómo se dice –esa urgencia. Pero es la urgencia que nos hace hacer las peores cosas. La urgencia de la pesadilla, la urgencia de la confusión, de la intimidación en la vigilia.

De modo que para que eso funcione en esta dimensión no puede ser sino un blanco, un hueco, en el centro de un tejido de muy otra sustancia. Un desgarro, un desgarramiento, una rotura en el espacio de esta tela que se urde, como las partes gastadas en algunos puntos de un tapiz densamente tramado. Son las partes blandas por las que entrar al texto. La argamasa todavía húmeda. Ese punto en la solidez de una pared en el que se podría taladrar o clavar un clavo –el clavo que Brecht quería en cada obra dramática del que se pudiera colgar el fusil (o un sombrero), cuando hiciera falta. El hueco por el que sería posible asomarse a las entrañas matéricas del muro o seguir más aun y vislumbrar el otro lado. El otro lado del muro de lo real, si se quiere. Pero es también el cristal de la ventana que se impone como cristal antes de dejarnos ver el afuera, de modo que de ahí en más no podemos ver el afuera sin verlo junto, interceptado, amalgamado incluso, con la engñosa pero rotunda materialidad del cristal.

Todo libro, toda obra, tiene partes densas y partes más muelles. En esas partes muelles me he permitido dejar confluir áreas que para mí han sido siempre “el negativo” –en sentido fotográfico– de la poesía como yo la entiendo.

Una asimilación carnal de la otredad, quizás. Una asimilación de su fantasma, de su palabra en la mía. Una deglución acorde con la voracidad que se denuncia, o quizás –a nivel simbólico– más acorde a una confluencia que, de concretarse a otros niveles de la experiencia –y de la realidad social– podría dar cabida a una solución, a una legítima superación de un conflicto por demás fantasmático, ilusorio, si por ello se entiende algo no menos contundente que la batalla más despiadada.


¿Qué dirías que preconiza tu poesía?

Mi concepción de la poesía no es que ésta deba preconizar nada. Al contrario. Ya demasiados discursos monolíticos (por lo general equivocados) nos acosan desde todos los ámbitos (la política, los medios de comunicación, el trabajo alienante en que nos vemos sumergidos, los gastos y el consumo en que nos hundimos –no por avidez ni negligencia, sino por vivir en un mundo cuyos vaivenes nos fuerzan a actuar sin tener la información necesaria, o los medios, para proteger nuestro futuro). En este mundo que describo, la poesía es precisamente lo que no preconiza nada, el reservorio donde todavía es posible formular preguntas y sostener la validez de la duda, y de la ambigüedad incluso.

Creo que Las linternas es precisamente eso: un campo de dudas, de saberes apenas atisbados y preguntas entrecruzadas, de un mismo y de diversos ámbitos: lo político y lo religioso, lo urgente y lo más lejanamente histórico –lo radical, lo originario. Las linternas es una reacción a una sucesión de desgracias (producidas por el hombre –literalmente digo aquí el hombre, más que el ser humano–, a las que se suman otras de carácter natural, aun cuando sería difícil determinar hasta qué punto no han sido producidas por ese mismo hombre aunque más no sea a causa de su negligencia).


¿Cuáles serían las preguntas esenciales que recorren Las linternas y cuáles son las respuestas que propone?

entrevista-portada-linternas.jpgCreo que el espíritu propio de la poesía es no formular preguntas precisas, así como no proponer respuestas unívocas ni lineales. Es decir, creo en la manera en que la poesía puede formular preguntas reales, no retóricas. Y no es que la poesía o yo personalmente “no podamos” esbozar ese intercambio. Por el contrario, creo que es un camino que se transita, lamentablemente, demasiado a menudo. Es más bien que no creo en la validez de esa propuesta, sino en la validez de la ambigüedad como espacio creativo. No como evasión ni escapismo, sino como actitud consciente, militante.

Como te digo, creo que la humanidad es víctima –hoy como en la Edad Media y en los tiempos bíblicos– de ciertos discursos que se pretenden “maestros” (el de la ciencia, el de la política, el de la religión, el de la economía, el de los medios…). La mitad de esos discursos, tan rigurosamente articulados, son intencionalmente falsos, mentirosos. La otra mitad son, y han sido siempre, sencillamente erróneos.

Concibo la poesía y el arte en general como una alternativa a esas necedades monolíticas, seguras de sí mismas, infranqueables –hasta que la historia o la realidad las pone en evidencia como tristes, temporarios constructos. Lamentablemente esos constructos cuestan muchas vidas. La prepotencia y la necedad siempre cuestan vidas, más valiosas que todos sus ciegos postulados.

Pienso en la poesía como un discurso tentativo, pero del lado de la vida y de la paz. Siempre. Y con este encuadramiento no pienso ni en el diplomático Neruda, acariciando las oscuras cabecitas de América mientras coleccionaba botellas de colores con un sueldo oficial, ni en los amagues pseudorreligiosos de Cardenal, ni en el feísmo misógino de un Parra. Pienso en una tierra abismalmente de nadie, sin seguridad alguna, ni económica, ni religiosa, ni de ninguna otra institución conocida –ni siquiera la institución harto esgrimida (y redituable) de la marginalidad y la protesta.


Sé que has traducido la poesía de Jerome Rothenberg, Anne Waldman, Leonard Schwartz y de algunos poetas de lengua francesa, como Michaux y Lorand Gaspar. ¿Piensas que una traducción es también una obra de creación?

Creo que la traducción es creación en la medida en que, para mí, la gran prosa y la gran poesía si no se traducen a un nivel de lengua similar a la del original dejan de ser una lectura válida. Para mí, traducir un poema es reescribir un poema de calidad igualmente poética en otra lengua. Si el poema no subsiste como tal en la lengua a la cual se lo ha traducido, la traducción ha fracasado; directamente, no existe como tal.

Por eso a veces tardamos tanto en descubrir a un gran poeta. Pocas son las traducciones de Rilke, de Marina Tzvetaieva, de Celan que resultan realmente válidas en español. Quiero decir, que rescatan en nuestra lengua algo de la grandeza del poema en la lengua en que fue escrito. Pero aun cuando lograr esto es difícil, es el único tipo de traducción poética que acepto y concibo como tal. No me interesa en absoluto que alguien me transmita en mi lengua la idea de un poeta si no puede reconstruir en mi lengua la intensidad con la que el poeta la dijo. Es en ese sentido en que pienso que la traducción es creación.

A la vez, aclararía, la concibo como creación en el mismo sentido en que lo es la interpretación teatral o musical. No como lo sería la dramaturgia o la composición misma. Pienso en la traducción como más cercana al arte de la interpretación, con su enorme margen de creatividad y exigencias de exactitud.


Entre traducir literalmente y tomarse la libertad de alejarse del texto, de interpretarlo, ¿cuál te parece que debería ser la actitud del traductor de poesía?

Lo principal es que quien traduce entienda tanto el sentido como la forma de lo que está traduciendo y lo vierta en la lengua que domina. He leído traducciones al español de traductores que han ganado miles de premios. Obviamente manejan un amplio vocabulario de la lengua que traducen. Y sin embargo, al leer sus traducciones, no puedo evitar sentir que no han comprendido en absoluto lo que estaban leyendo. Que han traducido palabra por palabra pero que el resultado de su lectura es sencillamente un sinsentido.


¿Qué es lo que más te preocupa en la traducción de tus propias obras?

Si el sentido del poema está dado en un ritmo armónico, la traducción se ha logrado. Eso es lo único que me preocupa y es la marca del éxito de cualquier traducción, mía o ajena. El desafío es lograr decir lo mismo con una densidad estilística similar. Dentro de la densidad estilística privilegiaría dos cosas: el ritmo (un nuevo ritmo en la nueva lengua; no tiene que tratar de reproducir el ritmo original) y cierta capacidad de aliteración o juego de palabras.

Lo demás lo agradezco, pero no lo exijo.


¿Cuáles son las mejores traducciones que has leído? Dame algunos ejemplos.

No soy una estudiosa de la traducción. Soy una lectora, ávida de encontrar textos bellos. Y cuando hay nombres que han marcado la historia de la poesía, como Celan, o Benn, Tzvetaeva, o Rilke, mi único y más modesto interés es encontrar una traducción en mi lengua que haga honor (es decir, que transmita, que me permita acceder) a la grandeza que –según me cuentan y me siento impulsada a creer– habita en esos nombres.

De modo que podría nombrar apenas la traducción de La bastarda, de Violette Le Duc, por María Elena Santillán; la traducción de Pezzoni de El bosque de la noche, de Djuna Barnes; la traducción de Cortázar de algunos libros de Marguerite Yourcenar; la traducción de Ferreira de la obra poética de Rilke; la traducción de Olvido García Valdés y Mónika Zgustova de Ana Ajmátova y Marina Tzvetaieva; la traducción de Paul Celan al inglés de Michael Hamburger; la traducción al inglés de Cuadernos del Corneta Malte Laurids Brigge de Stephen Michell…


¿Cuáles son las dificultades propias de la traducción de poesía? Algunos dicen que es una tarea imposible.

Siempre pienso que no habría que esperar que todo un libro de un poeta pudiera ser traducido por el mismo traductor en una misma edición. Creo que a veces hay ritmos que no se encuentran, y que es legítimo que el traductor escoja no traducir ciertos poemas hasta encontrar –él/ella o, más tarde, alguna otra persona– el ritmo o el tono o la voz que mejor convendría a la traducción de cierto sector de la obra en cuestión. Por eso creo que, en materia de traducción, las antologías, los “poemas escogidos”, a veces son opciones más legítimas que la totalidad de un solo y único libro.


En tu opinión, ¿hay que ser poeta para traducir poesía?

En cierto sentido creería que sí. Pero hace tiempo escuché a uno de los más reconocidos traductores de poesía latinoamericana al inglés –Eliot Weinberger, el traducor de Octavio Paz–, decir que el traductor de poesía no necesariamente debe ser poeta, pero sí debe estar absolutamente compenetrado de la poesía que se escribe en su propia lengua en el momento en que vive. Es probable que tenga razón.


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