Conocí en persona a Luis Vicente de Aguinaga hace algunos años, cuando tuve la fortuna de ser el editor de Signos vitales: verso, prosa y cascarita (unam, 2005), un brillante libro de ensayos sobre poetas, insectos, nostalgias del Heavy Metal y del futbol callejero. Mi feliz descubrimiento de ese volumen, entonces un mecanuscrito engargolado, tiene algo de azaroso y está de más contar aquí la historia. Lo importante es que, a partir de ese encuentro casual, pude entrar en contacto con un poeta del que, gracias a cierta polémica antología y a algunas publicaciones periódicas, ya tenía yo algunas noticias y al que desde entonces leía con interés creciente. A partir de entonces, he cultivado con él una amistad que, de este lado, se funda en la admiración, la lectura entusiasta y el aprendizaje constante de sus textos.
En los primeros días de diciembre de 2008, aprovechando mi estancia en Guadalajara con motivo de la Feria Internacional del Libro, visité a Luis Vicente en su casa, donde sostuvimos esta charla.
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