No. 84 / Noviembre 2015 |
La clepsidra Cuando Ibán de León se detiene para delinear la infancia en Oscuridad del agua, los 7 o los 10 años vividos, como una fotografía en sepia del hogar, –el recuerdo del halo blanquecino, la luz que fragmenta sus esporas por la estancia, distorsionando el color anterior, provocando un pequeño milagro que transfigura lo tocado en un algo luminoso (esta imagen soy yo mientras digiero los recuerdos y arquetipos de vida en su libro)– descubro la pérdida de la pureza como si se tratara de un proceso inverso al de la luz: la terrible punta de espina con la que el mundo desgarra, transfigura y pervierte. No podremos llegar más lejos: el clima tropical y el río tienen el revés del desierto (una aridez visible sólo al cerrar los ojos): la ausencia, la extinción de los sueños y el paso del tiempo que todo desmorona. En algún capítulo de Los hermanos Karamazov, Dostoievski afirma o especula que la edad en que el hombre pierde su aura angelical, el momento en que la punta de espina distorsiona su mundo, es a los 9 años, una cicatriz entre el número 7 y el 10. Este proceso de putrefacción, helado, incisivo, maquinado con la misma precisión del segundero, podría llamarse “el golpe de Dios”; podría ser el mismo azote que recibió César Vallejo, con su misma injusticia, el sinsentido y el azar con que la especie humana ha sido ungida desde Job. Sólo el sueño puede ocultar el dolor. A pesar de que nos hace visible, de forma implícita, el desconcierto causado por la ausencia de Dios y el misterio de la naturaleza, no estamos frente a un libro de poesía mística: todo sucede en una intimidad que intenta juntar, como Sísifo, infinito y estéril, la arena de una playa. El recuerdo, la capacidad de evocar, explora la llaga de la ausencia, de lo que a la propia memoria se le ha robado u olvidado. Pero con esta ausencia Ibán de León reconstruye el mundo real. Debajo de la claridad de su estilo, como un subsuelo de la oralidad, hay una intención de sumergirse en el misterio, en los secretos de la conciencia y todo lo que una vida puede ocultar deliberadamente: la propia ambigüedad: Alzo hoy la voz, Esa prosa limpia nos invita a un juego narrativo. ¿Dónde se encuentran las pistas que nos dan los granos de arena, mientras hundimos los pies y caminamos a la orilla de la playa o sentimos el lodo y arrancamos un puñado de hierba o algas de la superficie? En la casa, el personaje principal de esta historia, el origen de todos los recuerdos, donde la infancia y los primeros sueños, sus primeros dolores homogéneos al terror exterior, tomaron forma. De aquí nacen todos los personajes: el amor de la infancia; la madre como una deidad hermética o una virgen que, en lugar de sacrificar a su hijo, vivió la gracia de los misterios cotidianos; el padre como una sombra, su avasallante violencia y su silencio equiparables a la misma falta de palabras, hostilidad y respeto que nos produce la naturaleza; el pequeño Miguel y la abuela. La sección titulada “Fotografía” es un punto de inflexión en el libro, el momento más cercano a la realidad, sin fantasías ni terrores nocturnos, apartado, por muchos kilómetros y años, de la infancia y el lugar de nacimiento, carente de dolor y, al mismo tiempo, la expresión más sincera del dolor. En ella el resentimiento, los pequeños venenos que expresamos a diario son, durante un viaje a otro lugar de origen, un fuego fatuo que alumbra el fin de una relación (interrumpido por una pequeña epifanía que hace volver al amor). Un año después de este otro viaje iniciático no queda nada: En el mar se escucha el constante gotear de la memoria, en su superficie, transparente y densa, se diluye la memoria: se erosionan los pasos de Miguel asesinado, suicidado; los mangares pierden sus contornos; nuestro tiempo, que nunca tuvo forma, concluye su extinción, deslavado por el agua, y se exhibe como una bruma inasible. El mar se sublima en el miedo. El mar, el río, el agua y la lluvia sólo pueden encontrar una forma afín al mundo de los cinco sentidos en la tentación de morir ahogado: La pregunta de Eliseo Diego que funciona como epígrafe es la respuesta más concreta frente a la ambigüedad: “¿Qué me queda ahora de ti?” La respuesta creo que es el conocimiento de la muerte, la mirada de un niño temeroso, inconsciente, que descubre como todo lo vivo tarde o temprano será, si no enterrado por la tierra, erosionado y hundido por la lluvia.
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