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GRUMO
El amor es cobrizo
Daniel Sada
Ediciones Sin Nombre,
México, 2005.

Por Francisco Segovia
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No. 96 / Febrero 2017



 

Daniel Sada: El soplo digresivo
Sobre El amor es cobrizo

Hay novelistas que de pronto se animan a publicar un libro de poemas, a sabiendas de que con ello se condenan de varios modos. De entrada, a no alcanzar más que un número muy reducido de lectores, al ostracismo publicitario, a muy exiguas regalías si es que alguna vez las hay... Se condenan pues, como debe ser, a la suerte del poeta. Pero no sólo en estos asuntos, “comerciales” digamos, sino también en los otros, en los que se refieren por ejemplo a esa figura del poeta tan ambigua que se hace la imaginación popular, esa que solo se roza con la del novelista en cuanto a lo que uno y otro puedan tener de intelectuales o de “maestros”, como llaman a unos y otros en las instituciones culturales, pero difícilmente en cuanto artistas...

¿Por qué pues decide condenarse un novelista? Aunque hay algunos que escriben poemas sin plena conciencia de ello y como fiándose de la gracia divina "perdónalos, Señor: no saben lo que hacen", otros se lanzan al ruedo alegremente, casi con cinismo. En este caso generalmente ocurre que no es esta la primera vez que lo hacen, pues ya antes han sido poetas; es decir, ellos vuelven a la poesía después de haber migrado a la prosa de ficción. Y digo “de ficción” porque los poetas en general, cuando escriben prosa sin abandonar el verso, suelen escribir ensayos, o prosa poética. Escuchen ustedes, si no, el primer párrafo de la primera novela de Daniel Sada, Lampa vida:

Un filetazo en las sienes de diez polos de nube. Un sapo a punto de saltar. Un pajarete de chebol sonando su descartonado vuelo. En derredor la noche con viento de murmullo y ánima que se pierde en la montaña, así para pesar en aquel sitio dado a lo inhóspito donde el Hugo Retes y la Lola Tuñín establecían los miramientos...

Esto está escrito para ser leído en voz alta. ¿O no suena a comienzo de poema? ¿No recuerda los versos iniciales de Piedra de sol (“un sauce de cristal, un chopo de agua, / un alto surtidor que el viento arquea, / un árbol bien plantado mas danzante...”)? Tono de poema, pues, para la primera novela, y para varias de las que siguieron... Es fama que Sada cuenta sílabas al redactar sus novelas, que las escribe en octosílabos, o en ritmo de endecasílabos, y que las puebla de imágenes y giros lingüísticos sorprendentes; es fama, pues, que a Sada le ocurre lo que al ajolote, que llega a la vida adulta (de novelista) sin perder sus rasgos juveniles (de poeta). No es esta una figura común. Lo normal es que a los jóvenes poetas, cuando vuelven los ojos a la prosa, se les ofrezca una alternativa Sada diría: una de dos: o escribir ensayos, conservando los versos, o escribir relatos (especialmente novelas), abandonándolos. No digo que esta disyuntiva aparezca siempre, pero muy a menudo observamos que “el oficio de poeta” no sobrevive al oficio de novelista. ¿Por qué? No lo sé. Me parecería desconsolador encontrarme con que se trata sólo del éxito que puede alcanzarse en la novela un éxito que la poesía niega por norma general, y en verdad no creo que sea por eso. Preferiría pensar que, si de oficios se trata, la razón es más bien práctica: sólo el trabajo del novelista es un oficio verdadero, disciplinado y seguro, frente a las veleidades de la Musa... si es verdad que la Musa responde a nuestra idea de ella, y es por tanto caprichosa, inconstante, y sobre todo celosa: no perdona que el poeta deje de tener puestos en ella “el seso y los sentidos”.

Por eso me intriga cómo vuelve un novelista maduro a la poesía que dejó en su juventud, o cómo vuelve ella a él. ¿Es esto obra de una emoción muy intensa, como se dice que ocurre siempre con los primeros poemas? Aunque también lo contrario es posible, por lo común el novelista vuelve a la poesía rejuvenecido, o por rejuvenecer. Quizá, como en su juventud, la Musa se juntó con Cupido y entre ambos le metieron una flecha que caló hasta lo más hondo, hasta ese lugar de donde se supone que arranca la poesía. Pero en ese caso hay que tener cuidado: todos sabemos que ser joven tiene sus asegunes. ¡Y cuánto más los tendrá volver a ser joven! Porque el asunto puede resultar muy mal. Puede ser, por ejemplo, que el escritor haya perdido el tacto poético entretanto, como pierden el tacto los músicos que abandonan su instrumento; puede ser que sus nuevos poemas suenen a viejo, o que suenen justo a lo que quieren ser: poemas juveniles. ¿Por qué, entonces, correr el riesgo? ¿Por el puro desafío? ¿Por demostrar acaso que así como hay “novelas de poeta” y un lugar para ellas en la literatura puede haber también “poemas de novelista” y un lugar para ellos en la literatura? Es posible que algunos novelistas vean así todo este asunto. Pero no Daniel Sada. Por lo menos no todo este asunto.

Lo primero que llama la atención de este nuevo libro de poemas de Daniel Sada es la conciencia de su voz, y en especial la conciencia de que la voz de estos poemas no es muy distinta de la voz de sus novelas, de la cual está plenamente consciente. Un verso suyo lo pone así (prosaicamente, por decir): “La lírica es anecdótica, aunque no lo quiera ser”... Uno se queda tanteando: ¿es esto una justificación frente a la Musa, o de plano un reproche? Porque hay más, y más graves, como éste: “Algo se descompuso (¿la lírica servil por melindrosa?)...”. ¡Ah, no, el coche! El poema habla de que se descompuso el coche, de que se quedan unos ahí tirados y otro va a buscar ayuda. Se trata, pues, de un poema anecdótico. Porque Sada puede mostrarnos de bulto que su frase es verdadera. Por ejemplo en “¿Qué es la música?”, cuyos primeros versos dicen:

Tramando el regusto durante aquel momento
cuando mis caricias perdieron el rumbo
Hubo impedimento

Esto es, para poder seguir en lo que estábamos,
Matilde me pidió que cerrara la ventana
y fui

Lo que ocurre es que hay un denso combate de tocadiscos en el multifamiliar: Bach contra El Límite, Paquita la del Barrio contra los Rolling Stones (“ganosos”) y todos contra todos; una escandalera que frustra la escena amorosa entre Matilde y el que escribe. Se trata de uno de los poemas más francamente coloquiales y divertidos del libro. Uno en donde la anécdota es clara y no se nos presenta como disfrazada en los melindres de la lírica. Porque la lírica es melindrosa. O sea: es como una señorita repipí, afectada e histérica, pero a la que en el fondo le gusta contar historias. De donde: los poemas de Sada, si son melindrosos, lo son a sabiendas cínicamente, si se quiere; o a su pesar, también si se quiere. Por eso siempre están atentos a lo que van diciendo, histéricamente atentos a menudo, y por eso mismo no se privan de andarse por las ramas, dejándonos ver cómo nos cuentan esos cuentos que sin embargo a trochas y mochas están contándonos. Con todo, estas “chonchas digresiones para especular” como dice él mismo rara vez constituyen un tema en sí mismo; las ve uno en la exasperación que corroe a Daniel Sada cuando se demora en algo, cuando le da por rizar el rizo, porque —dice él— “Las minucias nunca mueren, ya se sabe”. En esas minucias se queda muchas veces y, cuando se da cuenta, trata de encontrar de nuevo el hilo, o exclama: ¿¡Otra vez!? ¡Ya! Pongo por ejemplo estos versos:

En su imaginación las fotos vagan,
se permutan de pronto como han de permutarse
las dudas, los pudores y las mezclas de eso
con otro reborujo que casi está de más

porque es zaparrastroso...
Aunque... ¿por dónde íbamos?...

Ah, sí: rumbo a la sobriedad perenne
[...]

El poema es emblemático. Se titula “Aire y traje”. Comienza hablando de la elegancia, de la sobriedad perenne, y termina con que pobrecito del dueño del traje si se le moja, o algo así. Pero en medio hay estos versos, donde de pronto Sada nota que “las mezclas de eso” (dudas y pudores) se mezclan “con otro reborujo que casi está de más”. ¿Por qué está “de más”? Acaso porque ya es mezcla de otra mezcla... ¿Será?... Y luego de un blanco pensativo, en el que aún alcanza a decir “porque es zaparrastroso”, despierta de su ensoñación ”Aunque... ¿por dónde íbamos?...” y retoma el hilo, aunque ya casi sólo para hacer un recuento y concluir. Así:

Entonces si se moja
se amuela el pobrecito

O diga usted sí o no
para que yo ate cabos
y de paso proponga
con amoroso empacho
la palabra “fluidez”

La fluidez no es aquí sino una palabra que se propone en medio de tanta digresión; es una cualidad que sólo se cumpliría si el poeta oyera a alguien decir “sí o no”, y pudiera atar sus cabos. Pero ni siquiera en este caso el poema puede dejar de aspirar a aquello a lo que aspira la lírica, a esa “fluidez” cuyo “soplo digresivo” Sada acaba aceptando “con amoroso empacho”. ¿Entonces sí, es que se juntaron Cupido y la Musa? O si no ¿por qué se llama el libro El amor es cobrizo? ¿Por mor de solas las palabras? Podría ser.

Es una intensa conciencia de las palabras, de la forma de las palabras, lo que distingue la literatura toda de Daniel Sada, no solo su poesía. Pero es quizá en la poesía donde esto se mira con más desnudez, pues, aunque es verdad que en ella “la lírica es anecdótica”, también lo es que su forma se destaca con una nitidez que la novela difícilmente da. Por eso es “melindrosa” y circunspecta y está todo el tiempo como pendiente de sí misma. Melindrosa, sí. Pero ¿servil? No sé si atreverme de plano a decir que Sada se equivoca en cuanto al servilismo de la lírica, y que en realidad es la prosa la que es servil, pues en ella las palabras no son un destino en sí mismas, como parecen serlo en cambio en la poesía, pero hay algo de eso. Aun si las palabras no fueran realmente más autónomas en la poesía, al menos parecen serlo, y eso cuenta para el arte. Si no ¿para qué llamar novelas a sus novelas? Sada mismo se ha burlado de este tema en alguna entrevista, donde dijo algo así como que nadie se atrevería a publicar ni a leer sus novelas si estas se publicaran como fueron escritas; a saber, como poemas, en verso. ¿Se trata pues de un híbrido, de una novela en verso disfrazado, de un poema narrativo que cuenta cosas, como solían hacer los cantares de gesta y las epopeyas? No lo creo del todo. Me parece que Sada quiere recordarnos que también la poesía nace de un impulso narrativo, pero que en su caso el impulso va plagado de melindres. Y que son quizás estos melindres los que vuelven poético al impulso; es decir, que es la afectación de la lengua en que se da lo que caracteriza a la poesía. O miren si no la definición tan neutral de poesía que da el Diccionario del Español de México: “Uso artístico del lenguaje”. De ahí podemos inferir que la poesía es un melindre del lenguaje. Pero ¿por qué dice Sada que es “servil por melindrosa”? Quizá porque su afectación del lenguaje no conoce más fidelidad que su fidelidad al lenguaje mismo. La lírica es servil porque sirve sólo al lenguaje; porque cuando parece decir otra cosa no está sino fingiendo, dejándose llevar por las palabras y, más que eso, por la forma de las palabras; porque para ella no hay ese otro mundo de la anécdota, de la trama, de lo tangible, de los personajes. En suma, es servil porque no es servil, porque no sirve a esas otras cosas de las que habla en cambio la novela; porque es purista ¡y tan pagada de sí!...

Pero nótese que esto lo dice Sada en verso, en un libro de versos. ¿Nos lo mostrará de bulto? Pongamos por ejemplo los versos iniciales de “El caso de una minucia”:

Observo que gira un alarde casual
—si al taz a taz, si grave— y a fuerzas extenuante;
por ende se perfilan sus planos
descompuestos
dando caras al sesgo
escolimado
adrede
por lo mismo: picante es el comienzo
sobre la tosca barra de cantina:
¡si!: bajo la media luz
no en tela y no flotante

Qué distinto este comienzo de aquél en que la música de los vecinos interrumpía a los amantes que al cabo no lo fueron. Aquí hay coloquialismos, como allá, pero la escena es mucho menos clara. Se trata de una moneda que gira —”dando sus caras al sesgo”, pero a veces parece tratarse de un volado en una cantina y a veces de una moneda lanzada a una fuente para pedir un deseo. Sada se disgrega. ¿Por qué no plantear a las claras estos temas desde el principio? Aquí tal vez convenga citar completa la estrofa que habla de la lírica anecdótica, pues está presentada como un diálogo, y la réplica es interesante:

—La lírica es anecdótica, aunque no lo quiera ser.
—Ah, mas no tan evidente, al menos no la moderna,
porque no versa tragedias

O sea: si no hay tragedia —como no suele haberla en estos días— la anécdota es oscura. Es verdad que hay cierta burla teatral en el tono de estos versos, como si quisieran deshacerse de su familiaridad con aquella oscuridad que Mallarmé aconsejaba agregar a los poemas, pero eso no alcanza a disfrazar del todo la preocupación de Sada. No en balde una de sus novelas se titula Porque parece mentira, la verdad nunca se sabe... Y así, porque parecen mentira, no se sabe quizá la verdad de este poema, “Miradas”, que cito completo:

Pude verme en tu mirada
como soy cuando te miro
Como soy me miras siempre
entre miradas perdido

¿Se ve aquí una voluntad de clasicismo, tan distinto del afán que gobierna el poema aquel de la moneda? Sí, pero daría lo mismo decir que aquí Daniel Sada sólo piensa en los clásicos de refilón, como piensa quien escribe un bolero. Lo que le importa aquí, creo, es lo cantable, más que lo decible. Y es que hay en él una constante voluntad de entonación, que él mismo está siempre minando, como si se avergonzara de ella, y por vergüenza dispusiera los versos en columnas, creando una simultaneidad imposible de leer en voz alta; esa voz alta que parece estarle cantando a él siempre por lo bajo, aunque no quiera.

Hay pues un Sada directo, anecdótico y coloquial, y un Sada melindroso, puntilloso en el lenguaje y oscuro en la anécdota; un Sada que se la cree y otro que no. Lo que los reúne, ya lo he dicho, es el tono, del que no queda fuera ni siquiera el Sada novelista y cuentista, aunque sí, en parte, el escaso Sada ensayista. Pero él mismo sabe que es muchos, y lo dice así en estos versos de “Fue una corazonada”:

Soy muchos después de mucho
acorde a los garabatos
Pero el más sofisticado
se escabulle entre la broza
por donde avanzo y me enlío
como un ciego que adivina
acertijos impostados

El más sofisticado, la broza, garabatos, acertijos impostados... Uno no puede dejar de verlo atravesar o no esa maraña de palabras a la que vuelve hoy en verso quizá porque quiere ya despedirse de ella en prosa, ni puede uno dejar de pensar que en el fondo ese es su tema principal: la maraña de palabras; esa maraña que es a un tiempo su mayor virtud y su mayor peligro. Palabras melindrosas, barrocas o clásicas, viejas o nuevas, cultas o coloquiales; palabras con las que lucha como queriendo hacerlas decir algo que no dicen ellas mismas; palabras que son el sustento todo de su obra...

Se dice que en México no hay literatura de la lengua que no hay escritores de la estirpe de Joyce, de Lezama Lima, de Guimarães Rosa, pero yo no lo creo: ahí están Rulfo y Elizondo, por ejemplo, y está Sada. Pero la tradición rebasa con mucho a la literatura. ¿O no son verdaderos artistas de la lengua Cantinflas y El Piporro? Por la cercanía de los dialectos que hablan, y por su peculiar sensibilidad para con su propio modo de hablar, creo que el segundo entendería a la perfección algo que a mí se me escapa: cómo entonar en voz alta los poemas de Sada, cuando es posible hacerlo. Me hubiera gustado y hablo en serio que El Piporro hubiera podido leer en voz alta algunos de estos versos. O, de perdida, que Daniel Sada nos muestre cómo hay que leer, completo, “¿Qué es la música?”, o cómo deben sonar por ejemplo esos versos suyos que dicen:

Un beso a la deriva lo más largo posible
será la prendidez que descentre cuanto hay
Dos perfiles buscones, como el tuyo y el mío,
será lo que detenga la amenaza proclive
y dore eso que escuece
Entonces que las bocas —las nuestras, hazme caso
se junten de una vez
Hagámoslo y verás.

Y es que, así como según Sada lo principal de una novela es la perspectiva, quizá lo principal de un poema es el tono, esa suerte de perspectiva de la voz. Por eso creo que puede decirse que los poemas de Sada son casi un mero tono que pide realizarse en una dicción peculiar y sabrosa, abstractamente norteña (pues es de todos los Nortes y de ninguno), barroca, coloquial. Es verdad que este tono se apoya en la anécdota, pero lo que le da aroma y sabor es ese mismo lenguaje que tan a menudo lo distrae de lo que está contando y lo fuerza a mirarlo de frente, a luchar con él que se imposta, que se vuelve melindroso susurrándole en voz alta, pero al oído, a él solo: “hazme caso”, “y verás”...

Lo que nosotros vemos ahora en este libro es cómo le hizo caso. Y cómo vio lo que se daba.