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El sueño
del alquimista

José Manuel Recillas
El Dragón Rojo,
México, 2015.

Por Manuel Andrade
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No. 91 / Julio - Agosto 2016


Duelo y vuelo en El sueño del alquimista de José Manuel Recillas*


Voluptuosa melancolía
en tu talle mórbido enrosca
el placer su caligrafía
y la muerte su garabato
y en un clima de ala de mosca
la lujuria toca a rebato
Ramón López Velarde


Me pidió mi estimado y fino amigo, tocayo y colega, José Manuel Recillas, que presentara ante ustedes su libro El sueño del alquimista. Y nada me ha causado mayor admiración, pues el libro, editado por el Dragón Rojo en su nueva colección, se presenta mucho mejor solo que tan mal acompañado. Pero ni modo de negarse a aparecer en la foto con tan hermoso y extraño ejemplar, pues por si ustedes no lo saben, les comento, que se trata de un libro que en realidad son dos, y que puede, más bien, ser muchos libros, ya que a la edición de 1999 su autor, de manera magistral, y recuperando de alguna manera a ese poeta que ya no es, pero que sigue estando entre nosotros, le añadió una serie de textos contemporáneos de aquellos y un apéndice que hace las veces de clave de lectura, para compartir con sus azorados lectores una forma de apreciar esta obra mucho más diversa y cambiante que lo que el propio autor supone a la luz de su explicación.

Pero lo mejor fue que todo quedó fabulosamente aderezado en la edición, con una iconografía cabalística y alquímica, es decir hermética, para gusto y delirio de pequeños larousses ilustrados, melancólicos de oficio, jaibas bibliopiratas y otros bichos de la misma alcurnia. El resultado es una obra exquisita, que efectivamente se puede mirar como un todo construido con diversas destrezas y talentos, y con tal sentido de la perfección que resulta muy difícil estar a la altura si uno quiere asomarse y luego compartir su visión con los futuros lectores, ya sea desde la perspectiva personal, sea como lector, como admirador o como amigo.

Bueno, pues, no me queda más que comenzar, una vez que he declarado mi nombradía con ese “yo no quería pero cómo le digo que no”. Así se declaran la ausencia y la falla, es decir, que he escogido la negación y el “no lugar”, para hablar del libro y no de “lo imposible” que resulta comentar al poeta estando aquí el amigo —diría Blanchot. Finalmente, ese es el sitio del comentario: un estruendoso vacío que aparece en donde habla quien leyó de una manera señalada y ahora trata de compartir lo leído con quienes no leerán. (No por otra cosa, sino por eso que dijo el sabio Zenón: que Aquiles no lee fábulas, y que no importa si la tortuga se las cuenta y se las explica; resulta que para entenderlas como la tortuga, Aquiles tendría que tener caparazón, etcétera...).

De manera que les pido perdón, entre otras muchas cosas, por entrar al terreno del libro de José Manuel Recillas recordando su contexto, a lo que hoy llaman la sociedad líquida (esta entelequia virtual y digital que no permite concentrarse durante mucho tiempo, que odia el aburrimiento y en la que nuestro amigo se mueve como un pez). Pues es en ese contexto en el que aparece este extraño, muy sólido, inclasificable y por eso peligroso libro, que muy por el  contrario, está construido de manera antigua y muy singular: con una enorme paciencia, un inmenso respeto por las artes y un proverbial deseo de hacerse música. De esto último que solamente retomaré al final, dan fe tanto el epígrafe general de la obra que termina diciendo: “arpa de cuerdas rotas, tú—pobre corazón”; como algunas de sus mejores partes que hacen referencia a músicos y música, pero sobre todo el ritmo de los poemas lo cual ya verán que también es una clave de lectura quizá mejor que la que nos ofrece la depresión… 

De lo anterior, es decir, de la paciencia y del enorme respeto por las artes, tendrán ustedes una idea si ven el libro, si lo adquieren, lo hojean o lo leen. Dicha vocación sujeta todo el poemario y su forma a una especie de estética platónica. Se trata del amor, sí pues, ya sé que lo saben, ¿de qué otra cosa se podría tratar? Pero del amor como un camino espiritual, que se recorre, ya sea mediante la virtud, la poesía o la embriaguez (también ya saben en qué se las gastan los poetas), hacia la belleza suprema del arte como un anhelo de perfección. Veamos entonces, por ejemplo cómo se abre el libro, tras la dedicatoria y el epígrafe de rigor, con una fulgurante declaración de principios que puede aquí servirnos de divisa:

Todo hombre es despreciable
mas sólo la belleza
que el arte crea o la mujer engendra
lo salvan del total olvido.

Cuatro líneas que, según nos relata el poeta en el apéndice, están fechadas para describir mejor el momento de su entrada a los Infiernos. Desde ese punto, y sobre todo después de la lectura, al regresar, sabemos que José Manuel Recillas es un poeta angustiado, medieval y católico; que como tal comparte con Dante el periplo a loas avernos y con San Juan de la Cruz, la noche oscura del alma, que en su libro es tanto la horrorosa noche de la desconocida depresión, a secas; como la noche cerrada de la caverna donde las sombras imponen sus tejidos en ídolos del teatro; como la noche espiritual de la creación poética y del encuentro con un Dios, que ya lo dijimos, no es otra cosa más que la Belleza.

Pero también sabemos, allí mismo, dado el inicial pesimismo y el casi cinismo de los versos, que tal como Rimbaud y Elliot, Recillas es también un poeta moderno, y por lo tanto abandonado (como los muelles en el alba, dice otro eco) en un mundo oprobioso, vertiginoso, líquido, sin centro ni deidad. Abandonado (en la hora de partir, resuena el eco) a una noche aún más oscura, en tanto que tiene en su poder, el ambiguo y amargo conocimiento de que sólo la Belleza (encontrada amarga) lo puede salvar, y que, oh paradoja, tal conocimiento viene junto con la certeza ingrata e inflexible de su amplio desprecio por lo humano.

“La carne es  triste… y ya he leído todo”, clama otra sombra ante su innombrable e inocua necesidad de absoluto, pero desde la pequeñez y el horror de sí mismo y del vacío. Recuerdo aquí (y sí sé por qué) una de las frases que guió mi adolescencia: “tú mismo has entenebrido tus y cercandezas ¡pero te quejas!”… Claro que hay conciencia en el dolor y conciencia del dolor. Y sin embargo, el poeta, cegado, en medio de la noche más oscura, canta, contra sí mismo, hasta establecer una espesa y fragante cantidad de vínculos con el mundo.

Vacíos están los parques de su nombre.
No hay ya más rutas para este silencio.
La tarde se hunde en un reposo eterno
y en lontananza suena torpe el bronce.
La negra hora es nuestra noche propia.
La caída hojarasca ya se pudre.
Suena el órgano a Bach o a Buxtehude
y todo ser aquí pierde su forma.
Los negros días de la Santa Paz.
En verdes prados se anega la noche
Gotea el cielo su amargura en flores
que un ocre amanecer dispersará

No queda para el hombre sino ausencia.
No hay sitio de amor en esta tierra

Tales vínculos llenos de simbolismos y de misterios hoy conforman una obra que, vista en retrospectiva, tiene para su autor la atemperada cifra de una enfermedad que padeció sin saberlo, y para los lectores, en cambio, modula un vasto territorio en donde los símbolos, los misterios, la constante búsqueda de ambientes mórbidos, la rudeza de las sensaciones, el repentino silencio, la turbia materialidad de la sangre y de la noche, la muerte y el olvido como realidades últimas, nos descubren un universo del todo musical, muy inquietante, en donde campea, “el negro sol de la melancolía”:

Un mutismo nos quema sin decir nuestro nombre
Nuestra desdicha eterna eleva un himno negro
Por toda la ancha tierra alumbra un negro sol.

Pero entonces, la horrible realidad nocturna en la que se hunde el deprimido nos es comunicada cruda, sin el aspecto clínico que al final nos participa el autor, y que más bien no nos incumbe, y es una noche real, más bien, es la realidad de un mundo cerrado por todos lados, como un contenedor (en su doble sentido), que nos revela el espectáculo de la locura. Mas esta locura vertida en el poema como realidad del mundo y no de quien lo plasma, se convierte por el arte de la música y de las imágenes, en una parte de nuestra propia interioridad. Ahí radica el valor de esta poesía labrada desde el silencio y desde la angustia del ser, en su capacidad para representarnos, para hacer que nos apropiemos de su rocosa escritura y de sus descarnadas certezas. Porque lo que Recillas pone en juego es esa angustia primordial que nace de las horribles preguntas que nos hacemos sobre la vida, “en las cumbres peladas del insomnio” o mientras escuchamos en la almohada sonar “el diapasón del corazón” confirmando que estamos hechos solamente de tiempo y de palabras.

No hay esperanza en el mudo río del tiempo de la Historia
La vida es solo una condena anticipada

Aunque Platón, a quien tanto he nombrado, pensaba equivocadamente que la verdad tiene más valor que el arte; mientras Recillas, como Nietzsche, a quien leyó y no ha olvidado, sabe que el arte tiene más valor que la verdad. Puesto que el mundo de la fabulación es más real que el mundo verdadero, ergo: se puede dejar de rendir culto a la verdad.  Pero saber eso no lo hace más feliz, sino al contrario: le da la sabiduría de un condenado que sigue a su amo sin rostro al callejón sin salida donde lo lleva. Así, durante todo un libro es capaz de aventurarse: Por el lenguaje, por él y en él, a un barroquismo sin claves hermenéuticas.

No las águilas sed son de revelación,
suyas no son los nombres, los ecos de esta tierra,
mas sí el nocturno oleaje del último fulgor
donde hace tiempo yace la vanidad postrera
de esta palabra incierta, inerme bajo el sol.

Pues la Belleza con mayúscula que puede salvarlo del dolor, está en el recuerdo de un brillo lejano que puede recuperar a palabra, mediante la experiencia poética, más que a través del propio poema. Por ello su lucha constante es: Por el lenguaje, con él y en él:

Tu labor es también evitar la zozobra
Y elevar del silencio tu palabra y tu obra…

El lenguaje como la caja de resonancia de la experiencia poética y de un verdadero estado de trance en donde la palabra se apropia del desesperado que la deja dominarlo, como se apropia del borrachín seducido por su propio discurso, que ni era suyo ni tenía fin. Y, una vez abandonada de esa manera la razón, en brazos de la palabra, el sueño del alquimista, que en el principio expresa sólo el duelo por la pérdida del padre (“un duelo que roza con la melancolía pues convierte al padre en el duelo que hacemos por él”  —dice Lacán) se vuelve vuelo todo el libro, como reafirmación, en el dolor, de la propia existencia, Sol negro si los hay; y la gramática particular de su simbolismo cubre entonces todo el campo (semántico) con las señas de identidad de los lectores.

Por lo demás, hacia fuera —como si hubiera algún afuera— el libro está estructurado en  cuatro partes que pueden verse como una espiral, con un centro más dilatado, en donde el lector pasa y vuelve a pasar por las mismas galerías de sombras y de nadas, perfilándose, volteando para ver en los espejos sus propios fantasmas brillar un momento entre la oscuridad.

Se diría que la mirada de la musa puede contener, es decir, frenar la violencia del lenguaje, tanto como el fragor de las heridas. Pero no será la musa quien salve al poeta, pues en esa región, en esa noche oscura, ni el sueño de los ojos de la musa funge de tierra prometida. No se ve rumbo ni salida. Acaso el repentino regreso de las antiguas potestades deje intacta la esperanza de que el enfermo sanará. Pero no la musa. Porque el protagonista y el verdadero motivo del poeta es la propia música, la música propia.

Recillas no deja de ser melómano ni para ser poeta, y su extrema finalidad todo el tiempo es musicalizar nuestra existencia desde el sepulcro de su alma condenada: porque ha descubierto y no deja de repetir que encontrar la Belleza puede salvarlo del olvido. Así construye este largo poema, con la inaudita certeza de que: “desde la esencia del ser, el arte tiene que comprenderse como el acontecer fundamental del ente, como lo propiamente creador.” Y “a la creación misma hay que apreciarla según la originalidad con que alcanza la profundidad del ser.” Lo cual es Heidegger glosando a Nietzsche, pero repite a su manera la divisa de toda una legión o mejor, de todo un linaje de adoradores de mitos, de pensadores y de poetas simbolistas y expresionistas con los que este hermético, deslenguado y quevedesco autor mexicano se halla emparentado, y que al igual que el alquimista soñador buscaban la piedra y el oro. A esa búsqueda sin acaso final, según entiendo, solían los antiguos llamarle la obra… Esta, en particular, que he comentado con ustedes, puede verse como una sinfonía y en este sentido goza de los mismos atributos que su texto titulado Mahler del cual el propio poeta nos dice para ratificar lo ya expresado: “Creo que un poema debe contenerlo todo. Creo en la fuerza superior del amor. Creo en las grandes y graves formas, en la persecución de lo imposible; en abarcarlo todo, en perseguirlo todo sin descanso”.



* Leído en la librería Rosario Castellanos del FCE el 1 de junio durante la Feria de Editoriales Independientes.


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