No. 98 / Abril 2017
Estas inmersiones de Alicia García Bergua no parten de un torpe chapuzón improvisado, pero tampoco de un límpido clavado largamente meditado desde la plataforma de los diez metros. Ni una cosa ni la otra. Porque en realidad Alicia García no se lanza al agua sino que, antes de sumergirse, está ya de lleno en ella, flotando. Así que simplemente se llena de aire los pulmones y se deja caer al fondo, como cerniéndose lenta y levemente sobre el oscuro abismo interior. Se sumerge sin aspavientos, sin salpicar, como subrayando que bucea en aguas tranquilas, que va en busca de algo dentro de sí misma y que finalmente se ocupará sólo de verdades personales; de verdades —diría Montaigne— “humildes y domésticas”. En cualquier caso, los poetas cuyas obras busca en sus propias cavernas sumergidas le son benignos y familiares. Familiares, de hecho, en un sentido bastante literal: la mayoría pertenecen a su propia su generación y no sólo son amigos suyos sino que son amigos entre sí: Antonio Deltoro, Eduardo Hurtado, Fabio Morábito, Francisco José Cruz, David Huerta y Beatriz Novaro. Con la sola excepción de T. S. Eliot —que acaso esté un poco fuera de lugar en un libro por lo demás dedicado a poetas contemporáneos de lengua española—; con esa sola excepción, decía, incluso los poetas mayores que examina han sido sus amigos, o amigos de sus padres, o amigos de sus amigos: Eliseo Diego, Jomí García Ascot, Octavio Paz y Tomás Segovia. No es notable pues que en una población tan endógena vea un aire de familia. Eso va de suyo, y cualquiera podría verlo. Lo notable es el nombre con que apellida a esta familia: “poetas de los días”. Aunque con él sólo alude de manera expresa a un puñado de autores de una y otra camada, uno sospecha que en los demás adivina la misma experiencia del tiempo y de la vida. Ésa que los define como “poetas de los días”. Lo que todos ellos tienen en común —dice Alicia García— es que su poesía
hace evidente el diario transcurso de su existencia, que para ellos el tiempo no es una noción abstracta. Todos se detienen en los días, los miden con la escala de lo que sienten y piensan, y le otorgan a ese transcurso su singularidad humana. Aunque todos partan de esa capacidad de humanizar el tiempo, de hacerlo suyo […], todos dan un paso más allá y demuestran que toda poética encierra un enfoque único de nuestro acontecer inmediato.
La generalización vale aquí lo que un manifiesto tímido, pero que no por tímido deja de albergar una contradicción, como es común en los manifiestos. Pues ¿cómo caracterizar a “los poetas de los días” diciendo que su poesía parte de los hechos cotidianos si luego añadimos que toda poética se refiere finalmente a “nuestro acontecer inmediato”? En ese caso no habría excepciones: toda poética tendría que ser “poética de los días” y la caracterización se disolvería en una vaga generalidad: Poetas de los días son… todos los poetas.
Para que la definición no pierda sentido hay que suponer que la generalización debió expresarse en realidad en términos mucho más enérgicos. Pudo quizás haber sonado así: Toda poesía verdadera se relaciona con nuestro acontecer inmediato. O, dicho de otro modo: Ninguna poesía que no parta del acontecer cotidiano es verdadera poesía... Creo que esto puede deducirse del texto sin forzarlo demasiado. Sin embargo, soy yo quien en este momento saca estas conclusiones, no Alicia García. Y si a ella no le parece pertinente formular tan radicalmente su caracterización debe ser por algo. Tal vez quiere ahorrarse el eterno debate entre las opciones poéticas, como ésas que hoy se enfrentan tomando como divisa las frases “poesía del lenguaje” y “poesía de la experiencia”. Por eso dije antes que su caracterización de los “poetas de los días” era “un manifiesto tímido”. Es un manifiesto porque declara abiertamente su preferencia por un tipo de poesía, pero es tímido porque claramente no hace de su preferencia un manifiesto. Ella va por su camino, sin ladrarles a los del camino vecino. Es algo que muchos le agradeceremos, aunque a veces tengamos que tomar sus afirmaciones con una pizca de sal y, más que entender, sobreentender el sentido de algunas ideas, que de otro modo parecerían contradictorias.
Porque parece contradictorio, por ejemplo, que en estos ensayos donde tanto se defiende la relación de la poesía con la vida cotidiana no se hable nunca de las circunstancias biográficas, históricas, reales, en que los poetas escriben su obra; que no se diga nada de Octavio Paz en la India cuando se habla de El mono gramático, o de Tomás Segovia en el invierno de Madison cuando se habla de Cantata a solas. Y parece contradictorio también que en una defensa del tiempo concreto no haya una reflexión sobre lo que va de unos poetas a los de la generación siguiente. ¿Qué tanto de Paz o de Machado hay en David Huerta o en Francisco José Cruz? ¿Para alguno de ellos ha sido de veras importante la obra de Jomí García Ascot? ¿La conocen siquiera?... La contradicción, una vez más, parece disolverse en un sobreentendido, pues uno puede sospechar, por ejemplo, que la dedicatoria —“Para Fabio Morábito y Antonio Deltoro”— que encabeza el ensayo dedicado a Tomás Segovia es indicio de un interés común y unas cuantas ideas compartidas. Eso es todo, es cierto, y de ello sólo puede deducirse con certeza lógica la relación de Alicia García con la obra de esos tres poetas. Pero es posible adivinar, o siquiera sospechar, que la autora presupone una relación entre los poemas de Deltoro y Morábito, por una parte, y los de Segovia, por la otra. Es sólo que para la autora no es importante explicitar el punto. Porque no le interesa dar cuenta del rastro que un poeta deja en otros poetas —interés académico, al fin y al cabo— sino dar cuenta del rastro que cada poeta deja en ella. Por eso decía yo al principio que Inmersiones es un libro sobre ella misma; una suerte de bitácora de lecturas en donde la autora reseña sus jornadas submarinas en busca del tesoro que le muestran los poetas. Nadando en sus poemas, bucea en sí misma. Y así lo confiesa en la Introducción, donde dice que escribir ensayos “es mi manera de ir pensando en algo, de aclararme las ideas mientras sigo un camino”. No es de extrañar pues que esas ideas en camino de aclararse parezcan a veces contradictorias, o que de plano lo sean. Después de todo se trata de lidiar con ideas que están en un trance vital, en trance de vida, vivas. Ideas y —habría que agregar— emociones, pues en más de un sentido los apuntes de esta bitácora están redactados como apuntes para una Bildungsroman, como postas o fantasmas en el largo camino de una formación no sólo intelectual y literaria sino, sobre todo, vital. De ahí que deje tanto a los sobreentendidos y sólo pase a vuelapluma sobre aquellos asuntos que no reportan una verdadera enseñanza para —digámoslo así— su educación sentimental. “No pretendo incursionar en la crítica literaria” —dice— sino “ir caminando por los distintos paisajes de la poesía, como si los poemas y los pensamientos fueran caminos compartidos”.
Lo que esto quiere decir es que la poesía y el pensamiento son experiencias que pasan de unos hombres a otros, y por eso es importante que los escritos donde éstos constan sean obra de un ser concreto, temporal y, al cabo, moral… El poeta es aquí el héroe de su propia aventura interior, en la que él mismo enseña algo (en el doble sentido de enseñar: el de mostrar, el de trasmitir una experiencia o un conocimiento). Y es aquí donde el término “poetas de los días” cobra su verdadero sentido. No tanto porque el poeta ejerza de veras, consciente y consistentemente, una “poética de los días”, sino más bien porque desde la estética que sea permite que haya una lectura de los días; es decir, una forma de leer que hace cuajar los versos en una vida común y corriente, una forma de leer en la que resulta obvio que sí se experimenta en cabeza ajena, que la poesía es una experiencia vital, que no es un mero juego o una mera lucubración retórica; que la poesía enseña a mirar, a sentir, a entender. Que la poesía, en suma, ayuda a vivir...
Ésta es la certeza de la que parte el libro, la que justifica la elección de los autores, los sobreentendidos y aun las contradicciones. Porque lo que importa de él —como dice la propia autora— no es tanto la teoría con que se analiza una u otra obra sino el testimonio de una lectura donde el lector, poniendo en claro una obra, se aclara él mismo. A decir verdad, esto es lo más radical que puede decir un libro de ensayos: que la lectura —contra todos los prejuicios— es experiencia y es vida. Que leer es vivir.
Y hay aquí prueba de ello.