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Cuaderno votivo
Francisco Carriscondo
Ediciones Sin Nombre,
México, 2010.
Por Francisco Segovia
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No. 110 / Junio-julio 2018


La belleza del mundo


He aquí una poesía delicada. No de acrílico o de óleo sino de leve aguada o acuarela, escrita sobre gasa o seda tenue. Una poesía, por eso, que no pacta con la pesada molicie expresionista en que suelen espetarse las verdades de la poesía moderna, donde es mérito mostrar de bulto el modo en que el mundo nos repudia. Aquí no hay nada de eso. Y si algo de pronto alza la voz en estos versos (sobre todo al arrancar el libro) no será sino una protesta contra esa misma molicie y el éxito de sus traiciones y vacíos; contra el absurdo que —dice Carriscondo— tanto se reitera y del que es tan difícil apartarse. Él mismo lo pone así:

[...] el dilema
de afrontarlo con un nuevo absurdo,
unanuevaetapa,
game, round, stage, step, or level.

Pero diré, entonces, cómo alejarme.
Buscad en el ciprés... o en la encina.

Se dirá que en estos versos se repite el “vituperio de palacio y alabanza de aldea”, que el poeta deja “el mundanal ruido” y se retira al bosque —temas quizá tan viejos como la poesía misma. Y es verdad, algo hay de eso. Pero Carriscondo no se aparta en busca de la tranquilidad y el gozo del locus amoenus. Sabe que también en el bosque encontrará violencia, por más que ésta se encarne “en el ciprés... o en la encina”. No es pues que huya de la pira en que se inmola la poesía moderna; es que, cambiándole el lugar, le devuelve a esa violencia un sentido que tenía y ya no tiene. Si se aleja al bosque es porque en él se puede ver con claridad que no toda violencia es gratuita, absurda y sin sentido; y que hay un reino (sin duda religioso) en donde lo que avala el sacrificio no es la violencia en sí misma sino la ofrenda. Porque, si es verdad que en este libro se oficia al cabo un sacrificio, no es de los que valen porque una vida se extingue en el altar sino de los que valen porque ofrendan y agradecen; no es de aquellos en que lo importante es la violencia de la grey sino de aquellos que se hacen en la intimidad del rezo, votivamente.

Se trata pues de una poesía amorosa en el más amplio sentido del término; un sentido que no es en absoluto moderno y que los modernos, a fuerza de serlo, han ido desplazando con desprecio hacia un terreno donde lo espiritual tiene un sentido peyorativo —con lo que al mismo tiempo han ido arrinconando todo lo amoroso en las esquinas del deseo y de la carne. No digo, pues, que esta poesía no sea religiosa. Lo es, sólo que de un modo “antiguo”, al mismo tiempo arcaico y sutil, bárbaro e inocente. Lo es, digamos, de ese modo en que la religión puede a veces ser poética, por oposición a doctrinaria. O sea, naturalmente; de esa extraña forma en que lo natural no es lo contrario de lo humano sino el ámbito en que es posible realizar el sentido de lo humano...

Naturaleza... bárbara. Sí, pero también inocente... La reunión de estas palabras cuadra bien con la poesía de Carriscondo… y con una aproximación al Paraíso. Pero, una vez más, no al modo moderno, que juzga inocente y natural todo aquello de lo que no se hace responsable, sino al modo antiguo, que se echaba a las espaldas aun lo que juzgaba involuntario y fatal, impuesto por el hado. Después de todo, parece obvio que en un Cuaderno votivo no podría caber ni uno solo de los automatismos en que se solaza la modernidad. Aquí, por ejemplo, no hay monólogo interior, no hay flujo de la conciencia. Hay en cambio algo a la vez más terrenal y más angélico: una voz que habla en soledad pero a sabiendas de que en algún lugar un oído más amplio que el del arte se tiende a oírla; que habla en soledad, sí, pero nunca a solas. De ahí que no parezca habitada por un dios sino por un ángel; no por una persona que ama al mundo, sino por alguien a quien enamora el mundo. Porque esta poesía está habitada por el ángel al que se dirige; es decir, que lleva dentro al ángel que la escucha celebrar el mundo, y que también, muy en el fondo, la oye reconocer en su celebración aquello —no sé qué, acaso su belleza — que está siempre expiando su existencia... Yo asocio esto con el ángel —porque los ángeles rozan la tierra, porque en ellos veo claro lo que quería decir Juan Ramón Jiménez cuando hablaba de un “Dios deseado y deseante”—, pero quizás se trate tan sólo de aquello donde “la tortura es regocijo”, de aquello “cuando de hermosura se viste su tristeza”...

La belleza dolorosa y el hermoso dolor se expresan aquí en un ámbito católico. Y el hechizo que los sostiene tiene ese rasgo mundano, lábil, traicionero, que hace del pecado original el origen de lo humano, de lo demasiado humano. En este libro no hay un místico que pueda decir como San Juan: “Por toda la hermosura / nunca yo me perderé”, sino un hombre que sucumbe a la belleza del mundo y se pierde en ella, por ella. Porque no es ésta una tentación surgida en el desierto ante la santidad de un dios, sino brotada para un hombre en el corazón de un Paraíso que se pierde. Es una poesía escrita en umbral del Edén... mientras salimos de él. O, mejor dicho —dicho con los cabalistas—, mientras vamos olvidando que es en el Paraíso donde hemos vivido siempre, y donde aún vivimos sin saberlo. La expulsión del Paraíso no es más que el olvido, la ignorancia de que apoyamos aún los pies en él. Lo que nos queda entonces es una especie de nostalgia de lo que vemos mientras lo estamos viendo. Dice Carriscondo: “Se entrelazan los tallos de tus ceibas, / unidos para siempre al deseo”. La sensualidad, el deseo y la nostalgia son el precio (quizás el premio) de este olvido del Paraíso.

Así, lo que hay de religioso en este libro no puede serlo sino de un modo negativo, al menos desde el punto de vista doctrinario. Ni al místico ni al santo lo tientan estas cosas: al poeta, sí. No me malentiendan: nos tientan a todos todo el tiempo, pero nosotros cedemos a ellas siempre como a ciegas, sin saber. El poeta, en cambio, cede no sólo a sabiendas sino adrede. Lo decía Oscar Wilde en plan de guasa: “Sólo hay una cosa que no resisto: la tentación”. Y Carriscondo lo repite con harta seriedad: “Mi palabra descubre la fuerza / de ese destino de asombro y riesgo”...

Se adivinará ya que en este Cuaderno votivo el pecado y la culpa (cifra del deseo) alcanzan un rango ontológico, pero en Carriscondo el deseo no está tan extirpado, tan suajado de la realidad (en la que deja un hueco) como parece estarlo tan a menudo en Luis Cernuda (poeta al que, por lo demás, Carriscondo recuerda en muchas cosas). No, aquí no se mientan la realidad y el deseo como dos cosas aparte. Aquí la realidad cae en la misma tentación que el deseo. Porque no se trata de un deseo preferentemente por los cuerpos del amor, en el sentido erótico y sexual, sino por todos los cuerpos, amorosos o no amorosos, sexuados o no; es decir, se trata del deseo de las cosas, de todas las cosas; de un deseo del mundo. Por eso dice Carriscondo que “las naves de la infancia” hubieran querido “perderse sin miedo” y “disolver su pecar en los balaustres”... Naves o nubes (cosas) vistas desde un puente… lo que bogaba en esas horas infantiles también pecaba, y debía redimirse disolviéndose. Esto deja suponer que el pecado original que aparece en este libro está más cerca de la filosofía presocrática que de la Biblia. Véase si no el siguiente fragmento de Anaximandro, para quien todas las cosas que hoy existen se componen de los restos de las que las precedieron; es decir, que las cosas se crean mediante la re-unión de los fragmentos que dispersó la muerte, la muerte que todo lo devuelve al orden (a la justicia) del cosmos:

en aquello en que los seres tienen su origen, en eso mismo viene a parar su destrucción, según lo que es necesario; porque se hacen justicia y dan reparación unas a otras de su injusticia, en el orden de tiempo.

El mecanismo cosmológico que propugnaba Anaximandro no es muy distinto del que defienden los astrónomos modernos, pero a la teoría de éstos la deja fría la asociación de orden, armonía y justicia que desvelaba a los antiguos. Quiero decir que, aunque menudean los astrónomos que dicen deber su vocación al asombro que les provoca el universo, ese asombro (y la belleza, o el misterium tremendum que comporta) no puede formar parte de su teoría del universo; esto es, que la hermosura no se juzga en la teoría astronómica. Pero ¿quién le va a mandar a un poeta callarse ese juicio? Como se ve, en la antigüedad esto no se mandaba ni siquiera a los filósofos, que podían valorar la mecánica del cosmos y someter a juicio la injusticia de las cosas. Es ésta justamente la dimensión natural de la culpa y la expiación que recoge Carriscondo en sus poemas, pues a sus ojos sólo ella da cuenta verdadera de la Creación y del sentido de lo humano. Quizá por eso termina un poema diciendo: “Después la culpa, finalmente todo”.

Esta es la fe de que hace profesión el Cuaderno votivo: si no hay culpa, no hay tampoco belleza, conciencia de lo bello; si no hay culpa, la belleza no se da. La inocencia de las cosas y de los animales es el Paraíso, quizá, pero no sabe que lo es; nuestra culpa, en cambio, nos deja ver el Paraíso, aunque a cambio de ello nos haga olvidar que tenemos echada en él nuestra raíz. El poeta es Adán, sí, pero no por ese lugar común (tan pesado) que lo ve en el Paraíso nombrando las cosas por primera vez, sino por el trance en el que, apenas expulsado de él, ya lo evoca. O, mejor dicho, lo invoca. Hay aquí una tentación de esencialismo ante la que el poeta, por una vez, no sucumbe: sabe que sus palabras no son las cosas, y ni siquiera el nombre de las cosas, sino su invocación. No se apropia del mundo a través de la palabra, como supone el utilitarismo moderno, sino que lo invoca. Aún tiene un pie en el Paraíso... y ya lo extraña. Aún no entra de lleno al mundo... y ya está enamorándose de él. El punto intermedio en el que está lo hace superponer mundo y Paraíso, como le ocurre seguramente al ángel. Son dos diapositivas encimadas. Las imágenes cazan. Nada lo desengaña…

“Nada me desengaña —decía Quevedo—, el mundo me ha hechizado”. No es fácil destramar lo que se trama entre engaño y desengaño, porque los versos de Quevedo parecen implicar la presencia, no ya de dos sentidos en la misma frase, sino la de dos sujetos. Digamos que hay un sujeto para el cual el desengaño sólo se haría evidente si hubiera algo que lo desengañara; es decir, si hubiera algo o alguien que, mostrándole el engaño, lo sacara del hechizo. Pero no lo hay. Y, sin embargo, Quevedo habla de hechizo y desengaño; es decir, tiene conciencia de ellos. ¿Cómo? Si no hay nada que disipe el engaño ¿cómo sabe que se trata de un engaño? No lo sé. Quizá no sea él mismo quien cobra consciencia sino algún otro, que de alguna manera también es él. Lo digo de este modo porque al desenredar la trama parece haber alguien que no se desengaña (y ni siquiera es consciente del hechizo) y otro que dice que no se desengaña (y es consciente de él). Voces que se superponen en una misma frase, como la imagen del Paraíso y la del mundo en la mirada de Adán mientras cruza su frontera. No es ésta “la mirada del ángel” que buscaba Rilke, desde luego —porque quizás es ya demasiado humana, demasiado mundana—, pero la recuerda (un poco filtrada, tal vez, por Juan Ramón Jiménez y Luis Cernuda). En cualquier caso —y esto es lo importante—, ni la mirada inconsciente ni la consciente se apartan del mundo. La primera, porque forma parte de él y lo mira impasible, con naturalidad y sin intención alguna; la segunda, en cambio, porque —aunque lo mira con toda intención, y hasta con la dolorosa conciencia de esa intención— se ha prendado de él. Puede ser que para esta última mirada la primera se engañe (y a denunciar ese engaño se aplican las teorías modernas de la falsa conciencia, que adivinan detrás de ella una represión o una ideología), pero esto no es algo que importe en el Cuaderno votivo, donde la mirada consciente no se empeña en desengañar a su hermana sino que, todo lo contrario, elige someterse igual que ella al hechizo del mundo. No sé si me explico, porque en este caso la elección tiene un sentido arcaico, por más que nuestra época tenga que expresarlo en los términos que para ello inventó el existencialismo. Lo que quiero decir es que la elección que hace la mirada libremente no se debate entre mirar o no, y ni siquiera entre mirar o no la belleza del mundo, pues todo esto se le impone con la fuerza del destino. No, su elección consiste en hacerse responsable de la mirada con que fatalmente mira esa belleza. Dicho de otro modo, su elección consiste en asumir libre y voluntariamente la responsabilidad del destino que se cumple con mirar el mundo. Aunque no está en sus posibilidades negarse a ver, cerrando los ojos, esta mirada elige ver y se hace responsable de la visión que así se da, libremente: es pues una mirada moral. Podría, si quisiera, desoír el lugar común según el cual “lo que se ve no se discute”, y ponerse a discutir todo lo que ve, como hacen en efecto algunos poetas. Pero no me detendré en este punto, porque la poesía de Carriscondo, aunque a veces lo hace, no se interesa tanto en “problematizar” el mundo como en hacerle una ofrenda para agradecer todo lo que le pone ante los ojos (y en las manos, y en la lengua, en los oídos...). Si lo que Carriscondo mira fuese un simple engaño, entonces aplaudiría al mago, como hacemos todos, y ya está. Pero no es eso. A él lo enamora lo que ve, y no sufre el hechizo de ese amor sin aprender que hay en él algo que no puede fingirse, ni imitarse, ni falsearse. Esto, que parece una obviedad—el amor falso no es amor; el verdadero amor sólo puede ser amor verdadero—, conlleva ese difícil compromiso que separa al poeta de verdad del versificador de moda: la fidelidad a ese amor de fondo contra el que se recorta la belleza del mundo. Pero, tratándose de un poeta, esta fidelidad no puede darse en silencio. Tiene que ser fidelidad expresa, sinceridad en la palabra. Carriscondo lo dice en unos versos que son en sí mismos una poética, pero también una queja, y una moral, y una actitud que enfoca la mirada y le da un destino. Los versos dicen: “No es posible la mentira, nunca. / Y sobre ella habitamos, sin remedio [...]”.

Hay aquí, de nuevo, una superposición de diapositivas, pero no insistiré ya en el tema. Lo que me importa en este caso es la contundencia —no la contradicción— de estas dos afirmaciones que parecen tramarse como se traman las dos voces en los versos de Quevedo: La mentira es imposible... Vivimos sobre la mentira...

Nadie que se haya dicho esto a sí mismo puede ya engañarse. Quiero decir: nadie que se haya dicho esto puede ya desengañarse. Ésta es la mayor virtud de Carriscondo, y también su mayor riesgo. Lo diré repitiendo otra vez estos dos versos suyos:

Mi palabra descubre la fuerza de ese destino de asombro y riesgo