Neftalí Coria
El cuchillo reconoce al conejo contra un hermoso muro. A mitad del sacrificio, se oye el galope de la sangre. El conejo muere tantas veces como se lo pida el cuchillo apincelado. Corre hacia la sangre que va en el ventarrón del viento y el cuchillo.
Muerto el conejo —perdóneme Monsieur Durero— no se acaba la velocidad en la pradera. Matar al conejo no es quitar la vida, no señor Durero, no se preocupe. Matarlo ha sido solamente dejarlo desprovisto del tiempo y sin la piel que iluminara la geometría del cielo. La inmolación también otorga nombre al cuerpo y a la quietud de la sangre. Morir sólo es esperar con los ojos cerrados, como guarda silencio la sangre. Y el conejo, Señor Rivera, sólo cambia de nombre.
Sacrificar la mancha de sangre, abrir una puerta en la piel para que entre y salga la palabra miedo.
Déjese usted Arturo de sueños, y vuelva a la pesadilla cruda donde el silencio es un borbotón. Abra en canal a esa muchacha, corte transversal el amor que hemos perdido en su hermoso cuerpo, móntela en la puerca vida, móntela y póngale el nombre que merece, hágala su jineta, su loca mentira sobre este mundo. Es la mentira, nosotros: instrumentos. Es la mentira, nosotros: el dardo que acierta.
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