Josué Ramírez
(Ciudad de México, 1963)
Otro detective salvaje
En el hotel hay dos cuadros sin firma,
mas nada les resta crédito
pues que una composición así sería
digna del Museo de Arte Contemporáneo; cual a modo
de curador mi instinto fuera, la razón suficiente para la hélice del tiempo propio
a las costumbres de ahora, cuando deja sobre la mesa de noche el presidente,
un fajo de papeles que de la medicina no provienen y forjan una patria espeluznante.
Como si todo quedara reducido a una llamada telefónica,
sin polvo de astros esparcido por el suelo,
ni llamas de delirio en el horizonte, ni la trenza donde tiempo, historia y hombre
son la urgencia que sobreviviera la noche bajo la luz de una lámpara sedante.
Mucho me inquieta y poco puede mi ánimo en postura de grito de manifestante.
Porque hay César Vallejo en progreso y flagelo con mayúsculas romántico,
sin que por ello los excesos de lo inoportuno se deshojen para cambio de estación
ni me sepa alfabeto alguno en clave y more yo menos en mails que en cartas.
Pero, de puño y letra qué, después de años, al pie de la ventana el caballete
y el lienzo en blanco.
Recobrado a veces el aliento, al leer un soneto de lucidez contraria a lo imperante,
me voy haciendo con latas vacías las sirenas que tampoco cantan para mí.
Llamé a la recepción mirando el techo y escuchaba
cómo arrastraban cadenas en la azotea, pero mis labios
de madrugada, entre la tensión y la lentitud con que crece la yerba,
a una verdad negada dirigía y, como tanto, en la tele vi lo de siempre.
Después el silencio, cuando el sueño dominaba el parpadeo.
Era como una moneda de cobre cayendo en cámara lenta:
vi las vetas de la duela, lo compacto de la alfombra, luces intermitentes;
una gota oscura en la pared al pie de las persianas y escuché la música
que llevaba muy alto el que su auto manejó despacio. Pensé
me estoy durmiendo entre dos ventanas cuyo paisaje desconozco.
Llamaron a la puerta. Y en qué momento
el mundo, la página siguiente, el espasmo de no saber ser
estaban en mí mezclándolo todo, que no entendí la pausa,
la impaciencia, el odio absurdo y luego el golpe. En la ventana espejeó la alberca.
El rumor de diez dedos sobre el teclado, escuché a lo lejos.
Sentí el impulso de encender un cigarro
y oprimir con el pulgar el botón rojo. Tac tac. Eso fue todo.
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