No. 74 / Noviembre 2014 |
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Jorge Valdés Díaz-Vélez (Torreón, Coahuila, 1955) Conversación con mi madre Nos encontramos bien, estables sobre los huesos del cansancio. Tu padre sale cada día a jugar ajedrez, y pierde más vista y habla menos. Yo ya hice la paz con la insulina. Sus ochenta veranos tratan de parecer un poco alegres. La oigo a nueve mil kilómetros, muy cerca y distante. Su voz bruñe los techos esmeralda de las mezquitas. Han llamado a la oración. La tarde agrieta los minaretes de Rabat. La imagino en los escalones rojos de la entrada, esperando a que mi hermano y yo lleguemos del colegio para abrazarnos. La veo zurcir las rodillas rotas de nuestros pantalones, la miro hermosa al ir de fiesta llenando el aire de perfume, sus vitaminas para el alma. Hace calor, dice, Torreón todo es un horno. Duermo poco y me levanto con la débil luz del alba hacia este dolor con marcapasos. Mis amigas se han marchitado y quedan pocas. Son muchos años, sólo vivo para aguardar no sé qué. Desde un túnel de arena y de sombras pregunta luego por mis hijos, por su salud y sus trabajos; después lamenta no haber visto cómo los dos se hicieron jóvenes y fuertes. Contiene el sollozo al preguntarme por mi vida, por mi visita postergada, si estoy comiendo bien, si duermo las ocho horas o persisto en desvelarme con un libro. Sube la luna y se alza el chergüi reseco del Sáhara, escucho su respirar del otro lado; sobre mi corazón, le digo: estamos bien los dos, estables. Pienso en su próxima pregunta pendiente del hilo. Y me callo. |