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Guadalupe Ángela
(Oaxaca, Oax., 1969)



Cartas a Santiago

Pintaste el mural sobre los rostros, ciudad fronteriza, donde
el puente, suelo colgante, oscila el agua que llevamos dentro.
Paso los dedos por las cerdas de pelo de caballo, brochas que sobresalen de los tarros,  Tambalean los andamios, un tintineo como el de las cucharas llama al apetito.
La secoya, atrás se asoma, pulsa en su centro el corazón tóxico encarnizado. Yo estoy aquí, reconozco tus manos abiertas y aparto el vestido para entregarme a ti como un papalote.    


 

Visitamos el jardín de las plantas cactáceas. Era pequeño, cuidado por dos hermanas de cabellos largos, de rostros delgados y pálidos. Insististe en quitarse los zapatos, aunque los senderos estuvieran construidos de piedritas. Hacía calor de desierto y el cielo era tan azul… Nos detuvimos bajo dos yucas que se abrazaban, de ellas, colgaba una colmena de pétalos, la floración sucede una vez al año y estábamos ahí. El manto de sudor envolvía. Caímos, las piedritas nos lastimaban mientras giramos. Las hermanas, desde la ventana de su casa, nos veían y se tocaban. Terminamos. Nos vestimos de prisa. A la salida, ellas se despidieron sonriendo con algún color en sus mejillas.   



 

Yagul se encuentra a unos kilómetros de aquí, le dije. El autobús nos dejó en la encrucijada. La carretera se alzaba frente a nosotros como una ola. Caminamos hasta la cima. Al lado, las flores se posaban como aves solitarias, soltaban el velo sobre los cactus. Nos perdimos en el laberinto, tocamos la humedad del ángel de piedras que titubeaba a la orilla del precipicio.

Alguien había sembrado maíz en la planicie, el viento soplaba. Imitamos a los troncos de formas corporales que se entregaron al sol que lanzaba su fuego a lengüetazos, luego encarnizamos, fuimos plantas suculentas, enredaderas ocres que ramificaban fertilizando la tierra. Inventamos los frutos para la sed eterna, fuimos el líquido que por largos años se reserva.

 



 

 


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