Consigna de los vientos
Poesía hondureña en resistencia ante el golpe de Estado
 
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honduras-jorge-mtz-mejia.jpgJorge Martínez Mejía
(Las Vegas, Santa Bárbara, 1964)











El mar de nuestros días


A Manuel Zelaya Rosales, Presidente de Honduras

Vendremos intrincados, como simples instrumentos salidos del mar, sólo para volver a levantar las piezas de junco, para vernos, blancos o negros soldados, listos para la batalla, guarnecidos y con la mirada puesta en el ejército, en la mirada oficial, en la corona. 

Sin rodillas nacimos, y más ángeles se nos juntaron después de la cárcel. Después de miles de horas nacimos hechos ya árboles con frutos, ya calaveras revestidas de sueño, ya sin máscara. Ellos eran el hacha en el cráneo y jugaban con nuestros cadáveres como dados y se disputaban nuestras humildes vestiduras de manaca y hojas de eucalipto. Ellos reptaban por las paredes de nuestra cédula celeste, en el acuario, como antiguas tortugas, y se adherían a la sangre y a la sed que no había muerto, que solamente sufría en silencio el tajo limpio de sus empuñaduras. 

Pero volvimos intrincados y sabios en el rastrojo, en el naufragio, en el músculo molusco de los ríos, en el cordón umbilical de la miel y las abejas. El amor es una bruma, nos dijo nuestro Lázaro, pero también es el fuego oculto en la ceniza. En el hirviente verano de aquel año, su manto fantasma forjado en solitario, encontró la forma de metal y de tenaza. 

Yo, el vil poeta, también forjé mis imágenes para hacerlas rugir en la guerra, y ahuyenté a las hienas con mi sangre jactanciosa, con mi profundidad, con mis descalabrados dioses. 

Volvimos, intrincados y sabios, dispuestos para el mar de nuestros días.




La convicción del invicto

Ellos eran burdos para matarnos, pero nosotros demasiado mansos para morir. No teníamos justicia ni descanso. Sólo nuestra libertad profanada y un derrotero de rebaño habituado a marchar silencioso por el oscuro valle. “¡Oh patria, nos sentimos demasiado tristes y cansados para seguir muriendo!”, dijo un poeta mustio tirado en la hierba. Nuestra mansedumbre fue símbolo del escarnio y de nuestro orgullo extraño. Prisioneros y dóciles ambulamos miles de noches y miles de días infinitos. Por las tardes nos vimos marchando en la inmensa caravana contemplando los pies heridos de los ancianos y las lágrimas en los niños. Nada poseía nuestra gente más que los viejos y raídos sombreros. Las mujeres, acostumbradas a la sumisión y al llanto, no lloraban, su altivez y una inusitada valentía eran la señal más clara de nuestra humilde gesta. ¡Yo vi a nuestro pueblo victorioso en toda su derrota! ¡Le vi andar con un solo pie, descalzo, y vi su casa desvencijada y su cielo claro, y vi su llanto contenido, escondido en sus manos!  Nos mataban nuestros mismos hermanos por la vileza del dinero, eran burdos para asesinarnos; pero nosotros demasiado mansos. Un maestro dijo que nuestro pueblo era sabio, que sabría alcanzar su libertad. Y nuestro pueblo luchaba en mansedumbre, sin odio, con la invicta convicción de un viejo árbol.


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