Consigna de los vientos Poesía hondureña en resistencia ante el golpe de Estado |
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Samuel Trigueros
(Tegucigalpa, 1967) Oh Fortuna, emperatriz del mundo A los mártires de la Resistencia Sí, sin duda somos los más dichosos -los afortunados. Reinaldo Arenas Nosotros todavía usamos gafas en los días soleados para soportar el resplandor de la vida Nosotros todavía maldecimos bajito en nuestro pequeño auto de tercera o cuarta durante el congestionamiento de las siete de la mañana o entre dientes en el micro (por aquello de no ofender los amanecidos restos rancios del dios que todavía cargamos en el alma) Nosotros todavía buscamos un trabajo entre los escombros del día o de la noche para llevar la maravilla del pan a nuestros hijos Nosotros aún somos capaces de correr –sentir la sangre a borbotones, sudar como caballos solares, jadear como una reluciente máquina, sentir el rojo corazón - cuando nos siguen los soldados y luego, en el refugio, reír, asegurar que ya nos hacía falta un poco de lacrimógena vencida del Perú Nosotros todavía buscamos los paraguas cuando la tetona de CNN anuncia la vaguada Nosotros todavía soñamos elevar cometas en el aire de octubre cuando todo haya pasado Nosotros todavía planificamos llevar nuestra bandera, el bote con vinagre, pañoleta, gorra con estrella y ardientes consignas en el pecho el día de la marcha Nosotros aún leemos, escribimos, hacemos la pancarta, conspiramos, queremos ver la era del poder en nuestras manos Nosotros –se los digo, hermanos, hermanas, compañeros- somos los afortunados Los demás se han ido sin dejarnos, duermen (desorganizados, desmovilizados por la muerte y su peso reprimidos) bajo siete cuartas en la eternidad del polvo y las estrellas deseando silenciosamente deseando estar a nuestro lado en la rugiente luz de la vida y la batalla. Fragmento VII TE HABLO DESDE LA SOBERANÍA DE UN GRITO que antes fue una cadenita de suspiros, un rosario de gemidos inútiles apenas válidos para quitar del pecho un poco de presión insana. Te hablo así, desde el derecho cósmico que me otorga el segundo de mi existencia sobre la Tierra yerma. Escúchame. Acaso no sea tan profundo el abismo que han levantado entre nosotros; tal vez haya un mal cálculo en la suma de distancias desde los puertos de tus mercaderes y los arrecifes de mi sueño. Han lanzado sondas, sputniks y voyagers, cohetes con letras cirílicas para investigar si es posible todavía unir la órbita mecánica de tu corazón con la olorosa almendra que llevo en el costado. El eco de la soledad vibra bajo los discursos de los que anuncian un nuevo orden construido sobre los viejos cimientos carcomidos. No los escuches. El eco de la soledad es un señor cetrino que cruza un hall interminable con dos cubos de hielo en la bandeja plateada de la tarde. Por eso insisto en que me escuches, que salgas de tu cáscara insonora y me escuches. Vuelve tus ojos hacia las estrellas moribundas de mi barrio, desde donde surge mi voz, y enternécete por un segundo. Sólo entonces se encenderá el geranio que hace un siglo coloqué en tu mano; y la muerte, incinerados sus pezones, se irá en silencio a amamantar su olvido. |
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