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No. 42 / Septiembre 2011

 
Damaris Calderón
(La Habana, 1967; vive en Chile)

 
Sacrificio


Para Dalita

Le arrancaron el corazón

y lo sembraron.

La imagen del niño

sepultada en el pozo.

Acribillada la sombra

seguía en las paredes

el trazo de la rama

el camino del pie.


A una mujer, cruzando el quirófano.

Ahora tú estás mirándome y yo también estoy mirándote.

Con un tazón de cerezas en la mano

con el privilegio de un tazón de cerezas en la mano

cuando otros no conocen la palabra cerezas

el sabor

el aroma

el color encendido de la palabra cerezas

durante años en tierra

estrechándose en secreto las raíces

ellas también hermanas apretadas

guardando la respiración

las cerezas comiéndome

devorándome

como si fueran amantes

plantas carnívoras

viendo cómo me convierto en semilla

en cuesco

en cáscara esparcida al sol.

En esta hora en que el bisturí entra en tu carne

vaciándote

los ovarios

el útero

con que concebiste a los hijos

en esta hora en que el carnicero te faena

como a otra res del cubículo,

tú eres otra vez la hija

el cuerpo donde se encuentran lo elementos,

la vida y su fermentación.

Enkidu era un guerrero, no más grande que tú, y tuvo miedo

Gilgamesch era un dios, no más grande que tú, y tuvo miedo

pequeños niños asustados.

Toda la epopeya canta a las batallas de los  guerreros, esos niños.

Yo canto la epopeya

de la mujer que pare sus hijos

de la que los pierde

canto (escucho) sus gritos en el quirófano,

como el ave guía que pierde a algún pájaro de su bandada

o el marinero una embarcación de su flota.

Yo canto a la parturienta y a la mujer estéril

a la que fue abrazada y besada en todas sus articulaciones

y a la que nadie miró.

Canto tu vida fuerte, hermana mía,

ese galopar incesante

que no detuvo nada,

madre ni bridas.






La extranjera


Tus cartas terminaban siempre: “A ti que estás en un país extraño y lejano”.
Cuando todavía podías escribir, cuando tu mano aún era tu mano (un látigo)
y no un manojo de nervios, un temblor.
La primera navidad fue también la última,
reunidos bajo el árbol que ya no veías, apiñados como hojas.
Salí al patio a limpiar las hojas.
(Tú escuchabas el rumor).
Dijiste que no era necesario,
que la maleza volvería a inundar la casa.
Pero yo me aferré a ese gesto inútil.
Te veía avanzar dibujo de Ensor, calavera de Guadalupe Posada.
Estuve años con la plantilla de tu pie en el bolsillo
para los zapatos fúnebres.
Pero en la muerte no hay grandes pies ni zapatos.
En la manera de negarte la tierra, soy tu hija.
Soy ahora el lejano y extraño país.






 



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