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No. 46 / Febrero 2012

 
Eduardo Moga
(Barcelona, 1962)


[UNA LUNA ANARANJADA…]


El Jevero

Una luna anaranjada cuelga sobre el horizonte. Parece como si fuese a rodar por las montañas o sumergirse en algún mar que no alcanzamos a ver. Pero no decae: sigue ahí, presidencial, clavada en el aire, ardiendo de frialdad, casi roja. El anochecer se cierne sobre el río: es una electrolisis oscura, volátil como la piel, que sangra sangre gris. Insectos diminutos como granos de arena se enredan en el pelo, en los pliegues más escondidos, excitados por un sol que mengua. El agua del Jálama se desprende de sus chasquidos diurnos y suena a caucho descoyuntado. El agua ya no es piedra, sino un lengüetazo tinto, estirado en amortiguaciones de obsidiana. Alrededor, los terruños, volcánicos, se empenachan de retama o, pelados, juegan al ajedrez con los roquedales. La aridez del cielo es proporcional a la aridez de la tierra. Pese a ello, gotea una brisa blanca, con regusto a escarcha, que nos araña las corvas, y tabletea, levísima, entre los álamos. [Mientras escribo el poema, pasa un afilador, con su arpegio secular, y potros que repiquetean en el adoquinado, y un motorista que compensa la pequeñez de su inteligencia con la enormidad de su ruido]. El paisaje se esponja, acuciado por la negrura: se colma de huecos y lechuzas. El tiempo embarra las manos, ennegrece la piel con su claridad adversa, se escinde con la monstruosa delicadeza de un adenocito. Su ubicuidad es binaria: todo lo conquista y de todo se ausenta; su estar consiste en desaparecer. El tiempo, ido, deja en su lugar las transparencias rojas de la luna, el estaño ensombrecido de la corriente, la pesadumbre de ser, entre cosas que mudan. Todo se expande en un zigzagueante torbellino de músculos y esporas. Saber que dentro de poco también yo me iré, coronado por el vuelo poligonal de los murciélagos, consciente de hechos mínimos, como el encendimiento de la brisa o el latido de las hojas, pero ignorante del mal que soy, de la oscuridad que he sido, me ratifica en esta eternidad contradictoria, en la espesura bifaz de las horas. El tiempo escapa de las piedras como las piedras del cielo, como el agua; y escapa de mí, aunque deje huellas feroces, aunque celebre su inaprensibilidad con dentelladas quirúrgicas y corroa la esperanza con la diligencia atroz de una ascáride. Lo sólido ―como el vaso que ya solo contiene el agua de los cubitos deshechos, como la esclusa que une las orillas y, a la vez, las separa, como los nombres que pululan en el aire y se confunden con las hormigas voladoras― disiente, poseído por una debilidad próxima a la ingravidez. Lo sólido tropieza, se contrae, despide llamas tangibles, sonidos en los que se entrelazan los relojes y el grito, las tinieblas y el amor. El río insiste en su fluir como una lengua en otra lengua. El río es terco, aunque sabe, como la lengua, que su fluir es su muerte. El sol se ha transmutado en luna, y ahora brilla con un fulgor saturado de espinas. Cierro el libro y me levanto de la mesa. Pasan dos libélulas con los abdómenes enlazados: forman un nudo de aire, que recorren las irisaciones del crepúsculo como los impulsos eléctricos un filamento de cobre. Una última polilla quiere protegerse de los murciélagos en mi hombro, pero yo la expulso de un manotazo. Ya no queda nadie en el bar.


[Poema XI de El desierto verde]





 
 



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