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No. 46 / Febrero 2012

 

Yolanda Pantin
(Caracas)




Revelación
 
Llegaron esa noche
con sus huesos
ya marcados, y tenaz
tartamudeo. Jovencitos
(a uno de ellos no
se le entendía la mirada).

Alrededor de una mesa
y sillas azules de plástico,
en el minúsculo balcón,
nos escuchamos.

Al resguardarme
bajo los aleros los vi
de lejos
más profundo
bajar
en sus intuiciones.

Ellos eran la poesía
que me había dejado
en la tormenta.





Pudor


No son tantos, pero algunos
se acercan al banco,
en el jardín,
donde se sienta
cada tarde

el viejo filósofo
que llegó a esta Atenas
violenta y destartalada

desde alguna parte
de la Bucovina,

como él mismo
a la mesa de Celan
en un acto
de confirmación.




Amarelo
 


es el color del miedo
 

La primera vez
lo vimos sentado sobre
uno de los peldaños de
la pequeña escalinata
que terminaba ciega
delante de una aviso
comercial.

Imposible no detenerse
para observar la escena.

Estuvo un rato allí
hasta que una pareja
escogió el fondo de la valla
como telón de su retrato,
así que el hombre
se levanto de donde estaba
y caminó hacia el mirador
sobre el mar.

Nosotros, desapegados
de lo que acontecía

registramos su imagen
igual a la de los novios
por su empequeñecida
proporción contra el fondo
azul cielo del inmenso cartel
que distraía los grises
de aquella bruma helada.

La segunda vez
fue en el comedor.

Nos llamó la atención,
entonces, por algo
que no supimos ver

pero que nos obligaba a
verlo.

Trece días duró el viaje.

Restábamos las horas
tratando
de distinguir un detalle

que hiciera parecer distinta
esa planicie
diferente cada vez y
exactamente igual
a como la habíamos
pensado.

Coincidimos varias veces
en el comedor
y en los pasillos del tren
cuando alguno de los tres
se detenía para dar paso,
abriendo
o cerrando una puerta.

Lo que sucedió en el trayecto
no lo supimos sino
mucho después, pero

como una premonición,
sin pensar,
guardamos una imagen de la
llegada:

Un hombre
encogido sobre sí,
cuidándose del hecho
solo
de estar.





Humo

Vamos, caballito,
a beber de tus fuentes,
en el mar de granito
donde abreva la muerte.






Norte

Al pozo donde cuecen las monedas
entre el pasto seco.






Hedor

Nadie diría viéndote pasar
que vas con tus deudos. Con sus
glorias pasadas va el barón de Rothschild
sin saberlo. Por los pueblos
va la estrella gastada, va
dejando la estela de memorias lloradas
en los cementerios.

Y un hedor alocado en el tiempo.

 



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