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No. 50 / Junio-Julio 2012

 

Mariana Ortiz
(México D.F. 1983)



No arrepentirnos
de haber venido a morir
frente a una flor de humo,
con las manos tristes
de aquel que conoció
la luz y el agua.
Pues hubo noches
que alumbraron el rumbo
hasta ablandar la tierra,
suaves cauces conduciendo
como un giro de espigas
al encuentro de otro cuerpo,
la hondura de esa piel     
sobre el silencio.





La otra sed, la de la luz
te despertó.
Sentiste la muerte,
fruto de niebla, crecer
al otro lado de tu sangre
 y amaste mansamente al sol,
con las manos hundidas
 en la tierra.





Oscura
tersa miel de la fiesta,
ahoga tus flores
en los muelles del incendio,
pues no hemos de volver
al sur del mediodía,
aquel temblor de luz
donde aprendimos
la ternura.
La noche en la ciudad,
que a veces duele
por frágil y por cierta,
es aún el miedo
de los hombres,
su pequeño adentro,
predicando en luces
la orfandad.





El humo, la luz, la duda,
ese culto de niebla que nos guía,
es el rastro de una tierra clara,
derramada  en piedras
que han guardado el sol,
en soles que respiran
de la tierra, al borde
de una larga fiesta.




 



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