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portada-dossier-ciudad.jpg La ciudad que habito
Verónica Zondek
Ediciones Kultrún
Valdivia, 2012

Por Guido Arroyo González
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Poetas chilenos en la FIL 2012


Como un mapa antiguo que destila
-Seis apuntes sobre La Ciudad que Habito, de Verónica Zondek-


Antes de comenzar, una aclaración. Estos apuntes que componen un grupúsculo de ensayos bonsái sobre La ciudad que habito, de Verónica Zondek, fueron realizados con base en cada uno de los seis párrafos que escribí hace algún tiempo para la contratapa del libro.

Recuerdo que aquella mañana gris y ruidosa (cuando escribí el texto) percibía que algo le faltaba, algo insoslayable y rotundo. Eso, lo noto ahora, era espacio, calles más largas para recorrer el largo poema que me parecía y me parece desbordante, brioso y profundo en su forma de afrontar la maquinaria urbana, aunque esa máquina sea la provincia signada como la perla del sur por la lógica turística, tan dada en los centros.

Cuando releía con más detalle La ciudad que habito para redactar estos apuntes, caí en cuenta que el poema estaba compuesto por seis fragmentos. Juro que ese dato lo extravié en un comienzo, pues me interesaba el poema como unidad total, como canto que se urde sostenido por el recorrido. Pero ahora, y sin ánimo de ser cabalístico, me parece que la ilusión de coincidencia no deja de ser atractiva, por eso, cada fragmento estará relacionado con los fragmentos de la contratapa, y con las partes del poema La Ciudad que habito, de forma evolutiva.

I

 

Hay un cuerpo detrás de estos versos, que devienen canto iracundo, como paseo sobre una urbe pluvial en continua dislocación. Y es a través de ese cuerpo que oímos una voz indivisible que nos incita a ingresar a La ciudad que habito: un extenso poema fragmentado, o los apuntes de una memoria en tránsito que, en este capítulo, se afinca en un lugar específico: Valdivia.

En ese gesto emerge un filo, porque el territorio aquí es una señal simbólica y política, pero nunca un lugar cerrado en sí, sino diluido, puesto en entredicho como fotografía de postal o como ciudad histórica. Porque Valdivia es “la plaza republicana donde hierve el reclamo ciudadano”, pero también es “una cárcel multicolor concesionada”, pues en el fondo, independiente de los traslapes históricos que permita el poema, una ciudad es siempre “destrucción sempiterna por destino”. Valdivia o la ciudad que se habita, existe entonces en el poema como alegoría, como una fotografía craquelada donde caben otras ciudades abandonadas, atravesadas por la tragedia y el capitalismo tardío.

La correspondencia entonces entre el cuerpo que canta y urde el poema, y la ciudad que testifica habitar, se suspende en la ficción de realidad que, pese a tanto espectáculo, sigue siendo nuestra primera impresión, el primer roce en la aisthesis. Y ese troquel imposible, o posible sólo en la literatura, índica que lo que trasciende este poema es la imposibilidad por consignar un territorio único, el testimonio de que no existe ningún lugar sagrado, que nuestro habitar es desde hace siglos errante, distópica -si se quiere en clave académica. Porque el mapa en materia de poesía, suele ser mudo y sombrío (como sugiere Leonardo Videla, otro habitante desta ciudad).

El cuerpo que deambula y canta, y la ficción de pertenencia a una ciudad, son los dos trazos que se conjugan en La ciudad que habito, operando como avenidas centrales, o bocas del mismo río que apresa una isla. El mapa no es ni Valdivia ni el sur de Chile, ni poeta migrante o poeta femenina, sino todo lo contrario: deriva, escritura que canta e interpela con voz afinada sobre la posibilidad de habitar un espacio, sobre las manchas imperceptibles en las calles, que anuncian con sus papeles rotos el porvenir de más manchas sanguinolentas.

Este mapa abstracto es propicio, porque como sugiere Valeria Luiselli, eso es lo que necesitamos, “la bondad de las dos dimensiones, para deslizarnos a nuestra conveniencia, para tejer y destejer recorridos posibles, planificar itinerarios, desdibujar rutas”. Y como dice Verónica, “el impulso vital es hacerle collera a la muerte/ y crecer crepitando en medio del desastre/ por si solo/ para sí mismo.” (42)

La ciudad que habito entonces es el recorrido de una voz indivisible que canta sobre la ciudad, pero que purga una batalla contra la muerte, porque detrás de cada alumbrado público o edificio institucional hallamos un telón de fondo, que bien podría bajarse, orquestando el fin de la urbe.

 

II

 

En los versos de este poema asistimos a la erosión del paisaje lárico, cuyas tonalidades míticas son trocadas por las continuas demoliciones, los escombros, que se tornan centros precisos para la postal. La sensación que imprimen los versos es similar a la de un simulacro de catástrofe, aquella Operación Daisy que mi generación tuvo que practicar en escuelas y liceos, sin mucha educación previa, sin un norte claro sobre cómo prevenir la catástrofe. En esta ciudad la tensión con el entorno es continua, aunque no se trata de un nuevo terremoto abrazador sino de su simulacro orquestado por mano ajena. Pues las garzas son hoy “propiedad privada”en esta “Valdivia a secas y al seco en la encrucijada de hoy/ para dónde si todo se borra con la misma mano de antes”.

Esa mano de antes, que pareciera venir de la nada, emerge de la misma emergencia con que simulábamos escapar, ordenados, de una catástrofe. Nace de los sutiles desplomes y reconstrucciones que van dejando una estela de aniquilación, a la vez que reconfiguran una forma de transitar y habitar la ciudad que es, ante todo: el soporte de las relaciones humanas. Hasta cuándo entonces puede durar la ilusión lírica de deambular contemplando el paisaje, de quedarse literalmente pegado en los trazos sublimes de un territorio?. “Cuándo es que se desploma/ quiebra la ficción/ y corre por un mar negro el pájaro desorbitado” (32), que seguramente se fugó de la bandada para augurar algo parecido a la muerte.

Siempre es inútil sugerir una respuesta, siempre ha sido inútil filmar algo así como La Respuesta, porque la historia cíclica regresa como una comedia y allí, la borradura de la ciudad es un juego similar a la gran capital donde se cambian humedales por villas, aldeas por hoteles, y donde el único paseante que tiene cabida es aquél que comprende el tiempo que habita, es aquel que resiste sabiendo que su andar sólo puede ir rumbo a peor. Y quizá eso no sea, necesariamente, un hecho para llorar sobre la leche derramada. Porque contra lo que se batalla no es el imperio de la técnica, que digerimos leyendo La ciudad que habito o almorzando cada día, sino su brote germinal: la codicia del sujeto, pues “codicia es la palabra de este siglo y del que pasó/ y también del de antes y del de antes y más antes” (36), y ella permite la erosión del suelo, del habla, de entramado de relaciones que sostienen, cada vez menos, las ciudades.

El pájaro desorbitado entonces no se ha perdido en el horizonte intachable del óceano, sino ha sido tragado por otros seres alados. Como escribe Adrienne Rich, poeta recientemente fallecida: “Los grandes pájaros oscuros de la historia gritaron y se sumieron/ en nuestro paisaje personal./ Fueron decapitados en alguna otra parte pero sus picos y alas se desplazaron/ a lo largo de la costa, entre los jirones de niebla/ donde permanecemos, diciendo yo”.

La única opción entonces de seguir deambulando una ciudad manteniendo la clave lírica, firmando un canto donde la primera persona resiste al tiempo inclemente, es digerir tanto las alas y los picos de los pájaros que se han vuelto propiedad privada, tanto los reflectantes como los cielosrasos de los modernos edificios, y permanecer portando una herida gris, “entre el río que es un río, que es un río”.

 

III

 

Cercano a la tesitura del Poema Sucio de Ferrerira Gullar, o el Santiago Warria de Elvira Hernández; y próximo a la forma en que memoria, política y territorio se enlazan como en La ciudad sitiada de Clarice Lispector, o Los Cuatro Cuartetos de T. S. Eliot; Este libro puede leerse como una forma de rememorar el tiempo trágico, acecido en una ciudad fundada en lengua castiza, que olvidó su pasado prehispánico y que hoy “traviste su cuerpo en trasnacional abrigo largo”.

Esa rememoración está cubierta de un ritmo brioso, que concentra su intensidad punzante acercándose al registro del canto épico, con la diferencia de que en las páginas de La ciudad que habito el relato es opuesto, pues tiende a nombrar la paulatina destrucción de la ciudad “arrasada una vez y mil por pasión de fuegos/ conquistada”. Se niega entonces la posibilidad de redimir un lugar físico o ficcionado mediante el poema, ni tampoco se utiliza ese lugar como una forma de sanar una subjetividad herida mediante la mistificación. Lo que ocurre es una toma de conciencia sobre el estado de las cosas, sobre el entorno que se deteriora a la vez que reconstruye, y esto gatilla el tono envolvente, galopante, que asimila en su ritmo las transformación de la urbe que habita.

A ratos esa voz se vuelve entrecortada, y en sus rumiosos silencios se puede percibir –siempre en aumento– el desgarro del sujeto poético: “y qué del sabor del caminar mojada/ de la vista fija en el magenta/ y de los pétalos deshaciéndose al tacto de la ráfaga fría.” (21-22). La apertura es honesta y brutal, pues el plano íntimo de la paseante que declara habitar una ciudad en continua transición, se abre como un cántaro quebrado en el poema. Y en esa trizadura podemos oír los vaivenes del discurso oral, pues se toman ciertas licencias y en su urgencia, se devela y pregunta utilizando el plural de “los amigos”, o se apela al “señoras y señores”. Esto no puede leerse sino como una ofrenda, como un gesto bajo el cual la poeta se retrotrae, se re-sitúa dentro del texto fijando una forma de aparecer y enfrentar a los posibles lectores.

La ciudad que habito entonces, con su ritmo, roza una estructura universal y de esa manera paradójicamente vuelve a lo íntimo. Lo que hace es situarse en una isla rodeada de telarañas, comprendiendo a cabalidad quiénes están rodeando el escenario, y desde ahí canta, se pregunta por qué habita una ciudad en tránsito, que transita empecinada.

 

IV

 

Un poema es un cruce de caminos, pero la voz poética detrás de este cuerpo es también una ciudad. Y no cualquier ciudad, sino la cartografía donde la subjetividad ha trazado su renacer fecundo. Las caminatas que paradójicamente forjan la temperie del poema, donde la lluvia es otra forma de nombrar la distancia. Hay una pasión por la deriva, por el merodeo urbano que como decía Guy Debord, se ancla a un “territorio pasional objetivo”. Y podemos decir (siempre en el eco de otras voces, en este caso la de Sergio Rojas) que territorio o lugar, es el espacio donde la subjetividad trama la memoria del espacio que habita. Entonces cuando decimos ciudad natal o ciudad escogida, estamos abrazando subjetivamente el espacio donde deseamos anclarnos, e incluso el tiempo de cómo queremos hacerlo, porque en definitiva, espacio y tiempo son ficciones del lenguaje.

Nuevamente entonces descubrimos que la ciudad es una insistencia en el poema, un deseo que se constituye mediante el texto, y no una experiencia dada sino elegida. Sobre todo porque en los relieves de La Ciudad que habito, se detalla también la historia de un viaje, una mudanza personal que se vuelve plural. Alguien abandona la gran ciudad, “donde también habita disfrazado y con sazón/ el fantasma sin rostro y/o encapuchado”, y decide anclarse a Santa María la blanca, que no es ni tan santa ni tan mariana, pero es, al fin y al cabo, el lugar que el cuerpo elige como el espacio preciso para un cambio de aliento. Y en este cruce, inverso a las migraciones que la lógica económica aconseja, hay una intención por acercarse a otro entorno, por anclarse pasionalmente a un lugar y territorio que ofrece otra forma de vincularse con el lenguaje, que permite, aunque sea, nombrar la paulatina destrucción de una identidad situada en el limbo modernizador.

Tras la decisión de la mudanza está el deseo pasional por un territorio objetivo, y esto propicia una forma de mirada, un tamiz bajo el cual brota el texto poético. La implicancia de ese desplazamiento, quizá sea la posibilidad de comprender que “no es su belleza ni sus ríos ni su gente mezclada./ Es su daño reiterado que transita en las arterias” (43), y esta comprensión manifiesta también un enfoque.

Pues en el fondo, uno es aquello que mira…, como dice Joseph Brodsky en sus apuntes venecianos, para luego recular y decir: “bueno, al menos en parte. La creencia medieval de que una mujer embarazada que deseara un hijo hermoso debía mirar objetos hermosos no es tan ingenua, dada la calidad de los sueños que se sueñan en esta ciudad. Las noches son aquí bajas en pesadillas, a juzgar, por supuesto, por las fuentes literarias (especialmente, visto que las pesadillas son el principal alimento de tales fuentes).” Y como entre nosotros las pesadillas sobre Santa María la Blanca están en directa ecuación con las odas, podemos agregar que en este poema lo que se mira tiene también un matiz de pesadilla, de locura, de fuente quebrada que en su pérdida delinea aquello que la rodea y eso lo único que, por vocación, se puede mirar para mantener el oficio de la poesía.

 

V

 

Esto poema en su anverso propone una clausura. La negación patente a cualquier posibilidad de realizar un relato oficial de la ciudad, un discurso totémico sobre la historia de Valdivia. Tampoco parece validarse una construcción fragmentada de ese relato, porque nadie sabe muy bien de dónde vino la mano conquistadora y cómo es se reproduce en la actualidad, “y antes/ y antes/ y un poco más antes también/ y ahora/ y otra vez/ y para siempre parece” (xxx).

Lo que se propone a cambio es otra forma de historia, es decir, de memoria (que los historiadores, sosteniendo una jerga clasicista, llamarían desde abajo). Esta forma de construcción se basa en la vecindancia, en lo filial, en lo anecdotario. Resulta igual de trascendente la venta de verduras de la señora Mapuche en la vereda, que la reformulación económica de una ciudad en torno al turismo, o lo que sea.

Pero la posibilidad concreta de volver masiva esta forma de memoria resulta compleja, porque los espacios tienden a atomizarse. De ahí que el primer “texto” que posee el libro, se encuentra antes que el primer fragmento, y se basa en cuatro palabras que simulan una escalera en bajada y dicen: ciudad/ isla/ mundo/ telaraña (5). La totalidad se vuelve fragmento, pero ese fragmento termina por frenar al cuerpo, por aislar al sujeto, que al final se arrincona en su cuarto privado y allí “trabaja un pensamiento, cala un habla, zurce ideas”. Ese espacio íntimo es un espacio propiciado por la presencia de otros, una cofradía que potencia su locura, porque también, y esto es más que trascendente, la poeta presiente en el vaivén del río la reiteración de su gesto: “misma loca hablando mismas cosas/ aquí y acullá” (35).

Desde ésa herida progresiva brotan preguntas: es acaso toda ciudad moderna, desde Ur a Brasilia, un entramado de objetos cuya forma de moldear la existencia va siempre rumbo al deterioro, a la fragmentación abismal del sujeto. Cuál es la distancia entre los barrosos muros atávicos y las casetas de peaje modernas, entre una Tanis cruzada por el ala del Nilo o Ainil asentada en una loma junto al río, si al final, toda idealización arquitectónica o persistencia natural terminan sucumbiendo ante nuestra lógica económica.

Nuevamente no hay respuesta. Sí una latente duda, que incita la afirmación, la reformulación de una forma de memoria, relacionada a la ciudad que habitamos.


VI

 

En el cierre de La ciudad que habito se regresa a Valdivia. Porque quizá nunca se sale de la ciudad fundada y refundada, del lugar elegido pasionalmente. Y allí sólo hay agua, agua que fluye, que nos completa en su asecho, que nos mantiene señalando la pérdida como un Heráclito masticando humo. Esta agua proviene en apariencia de la lluvia, pero decanta en los ríos y como dice Fabio Morábito “Un río tiende a contener la ciudad que atraviesa y a frenar sus ambiciones, recordándole su rostro. sin río, o sea sin rostro, una ciudad está abandonada a sí misma y puede convertirse, en una mancha” (33 –citado por V. L/ Papeles falsos).

Un río como rostro, resulta interesante pensarlo sobretodo acá, presentando este libro en casa “Luis Oyarzún”, poeta que alguna vez escribió que el rostro de Valdivia, es decir su río, ya no le susurra palabras. Esa falta generaba un sentimiento trágico, como si las particularidades del territorio generan una nostalgia inherente. Este término fue creado por el médico suizo Johannes Hofer, que al ver a los soldados tras una guerra a mediadios del siglo XVIII, compuso el síntoma con los vocablos griegos nostoy, que significa hogar; y algia, que es la forma de decir: dolor. Lo que predomina entonces en el paisaje elegido para este poema, es la ausencia de un hogar. Y esto ocurre precisamente porque se establece en una ciudad, que es el espacio propicio para la fragmentación del sujeto.

Es en la ciudad, y no en el viaje o en la intimidad, donde nos desdoblamos de una sola vez y para siempre. Primero ante la intención de aprehenderla, luego ante la certeza de ser sólo un punto ondulante en su espacio, y al final al comprender que toda ciudad es demasiado desigual y pequeña para acoger a sus habitantes. Y quizá eso sea todo, pues antes que Marx algunos planteaban que el problema era la vida del hombre en civilización, y de esa fisura, siglos después, arrastramos la nostalgia, el dolor por una casa, el deseo de volver a urdir el puente que cruza las aguas del río, y nos devuelve de manera definitiva a la ficción de un lugar donde al fin podamos sentir pertenencia. Claro, se trata de un error, de una tontería infantil, pero que termina siendo el derrotero común que arrastramos en los pies, una herida que sutura en las caminatas errantes del poema.

Los que crecimos bajo la lluvia de esta ciudad, hace algún tiempo creíamos creer que resistía a la inexorable modernización del mentado modelo neoliberal. La Ciudad que habito es una prueba de que no, una confrontación a la ciudad cuyo río navegable ya no susurra palabras, sólo lamentos que jugamos a volver nuestros.

 

Guido Arroyo González
Stgo. / Concepción
Octubre 2012

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