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No. 73 / Octubre 2014



Hernán Lavín Cerda
(Santiago, 1939)



Decálogo de todos los días


Si está muy aburrido de la vida
y desea que lo maten a palos, con lentitud
y perseverancia, no deje de sonreír y marque el 1.

Charles Baudelaire sonríe y me saluda
desde la cumbre de la Tour Eiffel que todavía no existe.

Si ya no soporta a su mujer y quiere divorciarse ahora mismo
porque la muy ingrata es cada día más bigotona,
más peluda y más gorda, sonría y marque el 2.

Por segunda vez, Charles Baudelaire sonríe y me saluda
desde la cumbre de la Tour Eiffel que todavía no existe.

Si está muy aburrido de la vida y sólo desea bailar
sinuosa y suavemente con una encueratriz de origen húngaro,
pero con los pezones al estilo de la Santa Rusia,
no deje de sonreír y marque el 3.

Por tercera vez bajo la niebla, Charles Baudelaire sonríe
y me saluda con entusiasmo al estilo de Buster Keaton
desde la Tour Eiffel que todavía no existe.

Si ya no puede vivir con nadie, ni siquiera en los brazos
de su propia o más bien impropia sombra, y sólo quiere bailar
un vals de otro tiempo bajo la luz indomable de la luna,
bailar aunque sea con el enemigo, sonría y marque el 4.

Por cuarta vez bajo la niebla, Charles Baudelaire, quien ya no se llama
como tal vez se llama, sonríe a lo lejos, al estilo
de un personaje del cine mudo,
vuelve a sonreír y me saluda desde la cumbre
de la Tour Eiffel que todavía no existe.

Si aún tiene la esperanza de que los políticos lo sigan traicionando
por detrás y por delante, aun cuando sea con algunas lágrimas
de cocodrilo viejo en los anteojos, no deje de sonreír y marque el 5.

Por quinta vez, Charles Baudelaire, quien aún se llama como tal vez se llama,
sonríe desde muy cerca y muy lejos, al modo de Groucho Marx,
vuelve a sonreír con entusiasmo y me saluda
desde la cumbre de la Tour Eiffel que todavía no existe.


Si ya no puede respirar en calma
y solamente desea que lo embalsamen al morir
o incluso antes, como le sucedió a Vladimir Ilich Ulianov,
alias Lenin, aquel Lenin de tal vez nunca, sonría y marque el 6.

Por sexta vez, Charles Baudelaire, quien tal vez nunca se llamó como se llama
o algo por el estilo, sonríe, se muerde las uñas, sonríe, abre
y cierra los ojos al modo japonés, y al fin no deja de saludarme
desde el alumbramiento de la Tour Eiffel que todavía no existe.

Si es hiperkinético y no puede masturbarse en un ambiente 
de recogimiento búdico, alegría de vivir y asombro
por lo que aún ocurre en este mundo de locura casi mística
y felicidad envidiable o más bien insoportable, no deje de sonreír y marque el 7.

Por séptima vez, Charles Baudelaire, quien se llama al fin Cayo Valerio Lavín Cerdus,
alias el Señor de los Cielos, la Mano Peluda o más bien el Lobo Sapiens,
sonríe a lo bestia sin saber por qué sonríe a lo bestia, pero con ritmo,
y al fin me saluda con muchísimo entusiasmo
desde el punto más alto de la Tour Eiffel que todavía no existe.

Si todas las mujeres de Mozambique
lo vuelven todavía más loco que una cabra del monte
por vivir con el punto G muy enredado en el profundo caracol del oído,
sonría, no deje de sonreír, sonría y marque el 8.

Por antepenúltima vez, Charles Baudelaire, quien aún se llama
como se llama, es decir el Otro, el Único, siempre el Otro,
sonríe y me saluda con entusiasmo al estilo de Woody Allen
desde la cumbre de la Tour Eiffel que todavía no existe.

Si ya no quiere saber nada de nadie, de nada y de nadie
porque le duelen mucho los dientes y las muelas
con una obstinación casi mística o más bien sobrenatural,
para decirlo como hay que decirlo, y ya tampoco se interesa por el futuro
del bendito o maldito Arte de la Palabra que nos abruma
y todavía nos deslumbra, no deje de sonreír y marque el 9.

Por penúltima vez, Charles Baudelaire sonríe y me saluda
desde el laberinto de la Tour Eiffel que todavía no existe.

Si al fin no sabe quién demonios es quién
a lo largo del mundo transfigurado en tanta belleza e inmundicia,
y aún se siente más aburrido que un orangután
sin la compañía de su simpática, su dulce, su fascinante y muy sutil orangutana,
sonría, por favor, sonría y marque de inmediato el 10.

Por última vez que nunca es última, Charles Baudelaire sonríe,
bañado en lágrimas, sonríe y ya no me saluda
desde la cumbre abismal de la Tour Eiffel
que solitariamente existe como una bestia cada día más salvaje.



Metamorfosis de Roberto Bolaño (1953 - 2003)


Desnacido y casi en los huesos, fuma
que fuma, se lo fumaba todo, al Mundo
y al Inframundo, incluso a Dios
y al Diablo, cuando yo lo conocí sin conocerlo
nunca, a los veinte años de su edad, más agudo,
socarrón y eléctrico que un colibrí en el aire
de su rabiosa y cruel incertidumbre.

Le gustaba mucho más el crepúsculo vespertino
que la tibieza del esplendor del mediodía:
siempre fue más infra que el Inframundo,
aunque no supiera muy bien dónde estaba el Inframundo.

Contra todo y contra todos, lejos de Dios
y de la Academia no sólo de la Lengua:
como francotirador, tuvo una puntería inconmovible
para disparar contra el ojo único
en la frente del pianista, que era él mismo,
con la más agria belleza de su leche tan suya.

Algún día estuve en Barcelona y no fui a verlo:
me gustan, ¿cómo negarlo?, y no me gustan los poetas más “malditos”
que noctámbulos: ya no hay malditos de verdad
en este Mundo o en aquel Inframundo:
se me enrosca y se me sube en su espiral la pituitaria,
tiembla en lo más profundo de mí el Gran Simpático
y me viene el sueño a lo bestia, un sueño a menudo ingobernable.

Recuerdo que se burlaba de casi todo, bendito sea,
y de improviso podría enterrarnos, biliosa y fraternalmente,
el cuchillo por la espalda:
pobre niño tonto, menos lúcido que lúcido que tonto, por fortuna,
¿en qué piensa uno cuando dice por fortuna?

¿Cómo, por qué, cuándo? Ni él mismo lo sabía, mientras
iba mordiéndose el hígado a flor de piel, no hay hígado
que no sea de pronto un cadalso, sí, a flor de bilis
y más bilis, con aquella ternura y soberbia
insuperables, como desde un precipicio aún más hondo
que la hondura de Dios.

Lo dijo mejor que nadie en “El burro”,
aquel poema que aparece
y de súbito desaparece de su libro Los perros románticos

“Me subo a la moto y partimos
Por los caminos del norte, la cabeza y yo,
Extraños tripulantes embarcados en una ruta
Miserable, caminos borrados por el polvo y la lluvia,
Tierra de moscas y lagartijas, matorrales resecos
Y ventiscas de arena, el único teatro concebible
Para nuestra poesía”.

Vete al Diablo con tu metamorfosis, Roberto,
aunque el Diablo, como aquel Dios,
seamos nosotros, los que tal vez nunca
te olvidaremos, a pesar de todo.

Descansa en paz o, si lo prefieres, no descanses
en paz o en guerra, y sigue tu camino de animal romántico,
más de romántico que de animal perruno
y hasta la próxima, no te olvides, con dinero
o sin dinero, para decirlo al modo de José Alfredo Jiménez,
quien anda todavía por el Mundo y el Inframundo
como tú, detrás de un hígado de repuesto,
la víscera casi in mortal, el higadillo del fervor y el entusiasmo.

Echaremos los hígados a favor tuyo, en tu nombre,
esperando que del manantial aparezca
el invisible conejo de luz, aquel milagro de la resurrección,
¿dónde estuvo la herida?, de una vez y para siempre.



El ataúd amarillo


Yo, el ataúd amarillo, estoy muy triste
porque se me murió, dicen
que se me está muriendo el cadáver
y no puedo, dicen, ya no puedo, dicen
que no podré enterrarlo en lo más profundo de mi vientre.

No hay espacio, cómo me duelen los huesos,
no hay ni habrá espacio:
quisiéramos dormir, no es algo fácil,
vente a dormir junto a mis huesos, es mejor
que te subas ahora mismo, vente a dormir con mis huesos,
y al fin me voy durmiendo poco a poco.

Sueño que aún estoy muy triste
porque no sé a quién corresponde
el cadáver, este pobre cadáver que recién se nos ha muerto
y no sabría cómo resucitarlo en lo más profundo de mi vientre:
no hay espacio, el cadáver sonríe, tiembla, sonríe,
se agita en su larga muerte sin caber en mí, no hay espacio.

Entonces yo, el ataúd amarillo,
trato de escaparme lejos de la ciudad
y termino en aquel rincón de un velatorio público
donde aún me observan dos mujeres de edad indefinida.
Una de ellas dice después de un silencio
que parece inagotable:

--Dios mío, este pobre y melancólico ataúd,
como don Juan Rulfo, no tiene dónde caerse muerto
y le fallan las rodillas, que en paz descanse, le fallan
y le seguirán fallando los huesos de la memoria
y el abismo de las rodillas.
¿No crees que debiéramos morder su lengua
para ver si permanece mudo, si al fin se levanta
o reacciona con asombro y algo de locura,
mandándonos como por un tubo al infierno?

--Claro que sí --responde la otra mujer y muerde al ataúd
en una de las últimas articulaciones
de su cadáver que no tiene dónde resucitar
o más bien caerse muerto, así es la vida, no tiene dónde caerse muerto.
Amarillo en su espíritu, el ataúd se estremece
y es capaz de emocionarse hasta las lágrimas:
“Esperé a tenerlo todo”, dice y suspira
sin saber muy bien lo que dice: “Nos llegaban rumores”.

De pronto salgo del sueño y no estoy muy triste, por fortuna,
pues ya no me importa saber a quién pertenece
el cadáver que acaba de morirse de a de veras,
ese pobre cadáver que recién se nos ha muerto
y no hay espacio, la resurrección es amarilla,
nunca hay espacio, no hay ni habrá espacio
para sepultar al moribundo en esta tierra de nadie,
junto a los huesos de Juan Rulfo que todavía nos alumbran
más allá de San Juan Luvina, de olvido en olvido.