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No. 77 / Marzo 2015



Sergio Briceño
(Colima, 1970)


Enfermedad

El malestar amaina sobre el hueso.

Arrecia, retrocede, se desgrana,
pero siempre es dolor.

Un racimo de espasmos,
un lento coletazo de escozor.

Gruñe o gorjea en figura de esguince
o calentura.

Proliferan las ronchas.

Acude una pirosis
que desemboca en convulsión.

Alta pureza del padecimiento
y la agonía.

Ciertos mareos con ardor imposible
o simplemente un músculo clavado,
una víscera ardiente.

Deyecciones o pústulas.

La enfermedad te elige de nido o residencia
y se ahogan tus gritos
en un lago de tos o de estornudos.

Hay que expulsarla con oraciones
en forma de grageas,
cápsulas de conjuros,
emulsiones de líquido exorcismo
que beberás amargo.

Un tremor en el vientre
y sucesivos estallidos internos
desbaratando linfas.

El virus un barquero que porteará tu vida
de una costra a la otra,
de una hinchazón a un Báratro
del tamaño de un quiste.

Quisieras más morir que resistir.



La enfermedad te cambia
y ya eres otro,
el bufo,
el apestado.

Solo la cama entonces
te recibe en su reino de espuma
que te hace recordar la brevedad del mundo.

De tu mundo.




Crueldad

Un óvalo no basta.


Se necesita un corte sagital,
una herida redonda,
el uso de un machete o una soga
para alcanzar placer.

El sufrir de los otros
bajo el yugo de un lápiz.

El alarido terrenal
de un tenedor

clavado con un gesto de gozo.

La pata descepada de un siamés
con el concurso alegre del cuchillo.

Un goteo de lava adormecida
se siente al rebanar la pierna
o enterrarle a lo inmóvil

picahielos y agujas.

Quizás las coordenadas de la carne
admiten la geografía cortante,
la ecuación que punza y filetea.

Lo importante es ver sufrir al otro,
a los demás. Derretirlos en cubos de tortura.
Aplicarles brasas en el vientre.
Destrozarles esfínteres y cuencas,
diluirles materias o arrancarles dentros.

El delirio de dicha que produce
mirarlos abrasarse,
atadas las muñecas, con los ojos abiertos,
ya sin párpado,
sin poderse dormir ante el dolor

que se disfraza de ellos.




Miseria

Vestigios de impotencia
abundan en el cerco del hambre.

La hipnosis que produce el pavo
girando en torno al fuego
y la necesidad de un techo,
alguna sábana o al menos
la protección de un beso.

Ni los pezones bastan
para calmar las tripas.
En mi hambre yo mando,
dice una voz al tránsito.

Y entre el rugir de ayunos violentísimos
y la sed de algún jugo azucarado,
transcurre a la intemperie
la realidad acostumbrada a los harapos
y a la hoguera de periódicos y leña residual.

Hurgar en la basura,
por ejemplo,
para comer yogurt,
plátanos manchados de tizne
y uvas ya marchitas.

Nada sale del círculo
cada vez más ancho
de la miseria extrema,
allá donde no hay luz ni gas
ni agua potable.

Allí donde un piso de cemento
se estremece
con los pies descalzos
de la niña pidiendo de almorzar.