Defensa de la poesía
Pedro Serrano
La película American Beauty de Sam Mendes comienza con una escena en silencio, en la que casi nada se mueve y no aparece nadie, como una portada en colores que con su sola vista diera la clave de lo que va a suceder en su interior. Más adelante nos daremos cuenta de que esa escena contrasta una complicada saga suburbana con un video filmado por un adolescente inquieto y a la vez asentado, uno de esos personajes que condensan las historias, y que lleva el pulso de claridad en la narración hasta su desenlace. Los demás personajes se mueven del principio hacia su final, se descubren y cambian y se reconocen, excepto él, que ya está hecho desde el inicio y sigue siendo el mismo al terminar, aunque las circunstancias lo modifiquen y él se mueva con ellas. En el fondo, si lo pensamos, es la representación narrativa de su propio video. Darnos cuenta de este doblez sutil hace que entendamos mejor la relación que tiene la historia con el pequeño y perfecto camafeo allí integrado, su articulación, que le sirve de enigma, pero cuyo poder significativo no acaba en ella, como un alkaseltzer, que otorga sus efectos al diluirse en un vaso de agua, sino que continúa vibrando de manera independiente. Por otro lado, eso mínimo que sucede en el video hace que comprendamos mejor la profunda carga de la película, pues el sistema de reflejos, diálogos, situaciones y vidas que propone es mucho más complejo de lo que se discutió cuando se estrenó en 1999. Incluso, podría decirse en retrospectiva, Whatever Works, la reciente película de Woody Allen, estrenada diez años después, es una sana reconstrucción de la misma historia opresiva, o su reverso feliz. En el fondo, ambas parecen decir que todo se vive mejor en las ciudades, en comparación con los astringentes núcleos familiares que se integran en los suburbios. Pero lo que quiero aquí señalar no es, ahora, la discusión de las historias de estos filmes (que por supuesto me importan) sino la manera de aparecer en la primera de ellas del video, que mantiene en todo momento su profundidad, o para ser más precisos, su sinestreza. “Es una de las cosas más hermosas que he filmado”, creo que le dice el adolescente cuando se lo muestra a su novia en un momento de convulsa y solapada revelación. Hay que ver este video dentro de la película pero hay que verlo también de manera autónoma, como el poema Funeral Blues de Auden, que cierra Four Wedings and a Funeral. El breve video muestra únicamente una bolsa de plástico que gira suave llevada por el viento, apenas por encima de un montón de hojas secas. Las hojas a su vez, aunque ya descansando sobre una acera gris de cemento, también se mueven. Todo esto contra un muro de ladrillos rojos, a unos metros de profundidad. Nada más sucede en lo que vemos. No cruza nadie por la acera, y sólo es acompañado, cuando se nos muestra por segunda vez, ya dentro de la narración, por la voz del personaje que lo filmó. Dentro de la peli, se puede leer como una alegoría de lo que allí sucede, en la que dos adolescentes se enamoran y levantan vuelo, como la ligera bolsa de plástico, y van a escapar a Nueva York, abandonando el opresivo cúmulo de rutinas absorbidas en la casa y la escuela. Las hojas, a su vez, pueden ser la representación de los padres, cuyo movimiento es ya mínimo, a ras de suelo, sin poder escapar de ahí. (En la película de Woody Allen los padres van en busca de la hija, él detrás de ella, y la ciudad los libera, gozosa, divertida y muy recomendablemente.) Pero el video del que hablo funciona también fuera de la película, independientemente, es más, tiene mayor fuerza, en su propio silencio. Podría muy bien formar parte de una exposición en una galería de arte, donde nos detendríamos a verlo, a la espera de que lo que casi no sucede nos capturara. Esta diferencia entre la agilidad de la película y la tensión del video muestra la distinta manera de estar de los espectadores de ambas categorías artísticas, el video y el cine, que son equivalentes a las que tienen los lectores de un poema y los de una narración, aunque puedan ser el mismo, como muchas veces sucede. En la película, el video adquiere tensión argumental, y pasamos a lo que sigue. Fuera de ella, tendríamos que detenernos a verlo, en su propia autonomía. Nada en él nos indicaría un antecedente ni su continuación, sino la pura escena de la bolsa que baila apenas sobre las hojas, que va y viene en una marea lenta de viento real y aliento de quien lo filma, como si no pasara nada y allí mismo sucediera algo tan poderoso como inexplicable. Lo que veríamos sería la estática, en el sentido en que esta palabra, como sustantivo, está cargada de profundidad, sin explicaciones, procedencias ni desenlaces, una tensión cargada de movimiento, es decir un pulso y una energía cuya significación está en la conmoción que provoca, callada y poderosa. La bolsa, el muro rojo, las hojas, el movimiento producido por una electricidad concentrada. Y nada más pasa ahí y nada más tiene que pasar precisamente porque todo está pasando en nosotros, que somos transportados.
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