José Kozer
(La Habana, Cuba, 1940)
Actividad del azogue
Tras
andanzas
me
siento medio en cueros bajo el aguacero, agua de lluvia penetra
mi boca abierta, hago gárgaras,
expectoro, riadas, me siento
purificado. ¿Petrificado?
¿Putrefacto? ¿A qué hago
preguntas si nunca las contesto?
Hago que escampe. Pienso en
mi madre con el suéter anaranjado
que se puso el último año de vida
y que mi mujer ha heredado (a
cada rato se lo pone) hago que
canten: mi madre una canción
infantil checoslovaca, mi mujer
un madrigal sembrado de penas
españolas, la puerta cerrándose
de un convento, gran final, nada
gramatical. Y yo seco. Mirando
telas. Un gobelino raído (falso).
La matraca de todos los días,
con ese mismitismo de quien
bien sabe en el fondo no tiene
nada que hacer. Viendo
posibilidades, que no acaban
de aparecer. Rozando siluetas
sin contenido, odres desbordados
hace años, papel vaciado, de
balcón a balcón una conversación
que se quedó aterida en el tendido
eléctrico, allá. Allá ellos, los
muertos. Lo que se iba a decir.
Tras mojarse la intemperie, nadie
volvió a salir. Épocas cuando yo
me asomaba. El menor ruido me
encandilaba, ahora llevo sentado
meses, quizás ya unos años,
medio en cueros, butaca, silla de
tijera en el cuarto desamueblado,
taburete de cuero, el tocón a la
entrada. Fui fumista, trapero,
deshollinador, calderero, con
manos mentales, de recluso. Una
vida dedicada a desear. Se paga
cara la desconcentración. No
tengo dinero ni compañía, veo
películas de los años cuarenta, yo
mismo en blanco y negro, final
feliz de pacotilla. ¿Qué palpar
si no hay a quién? Me juego el
cuello y no lo pierdo, que de
haber reencarnación (que no hay)
reencarno elucubración de papel.
Un aro, yo oquedad; un cencerro,
eco yo. En Arcadia los gallos
(gagos) preñan gallinas de hojalata,
les nace orín: un monasterio zen
con cuatro gatos trasnochados
recitando plegarias a budas
futurísimos, no sería un mal
final: viéndolos dar unos pasos,
desprender robín. Ya viví. Una
década intensa (andanzas) en los
sesenta (México y Nueva York)
tras aquello, largo tedio (ya
termina): diapasón, y muero. El
metrónomo rige, cábala hueca,
los últimos movimientos me
llevan (a glándulas, oloroso) en
silla de
mano,
péndulo
a
la
derecha,
regresa
(apenas)
a
la
izquierda
(a
duras
penas)
se
sostiene
otro
momento
tras
el
sopetón.
Alba (Jirones)
La
onza
pega
un
salto inusitado se incrusta emblema (camafeo) una arista se
desprende atónita la onza sigue
su trayectoria: primera hormiga
de ónice aún incapaz de moverse,
rebulle el hormiguero, inquieto el
mundo subterráneo se apresta a
reconocer con el salto de la onza
detenido en medio del aire (fuego
contra aire la detuvieron) la llegada
del amanecer: la Dama del Armiño
asimismo llamada Dama del Perro
(fifí) coloca sobre el tocador peineta
de carey, arracadas de platino con
perla tamañuda que escurre en la
luna curva del tocador gota azogada
de rocío: le trae a la memoria un
lejano jardín rejalgar, varasetos,
columnas, un amor maniquí,
pantalón estrecho (negro) a rayas,
camisa de chorreras, puños
almidonados con yugos de oro,
un rubí junto al cierre de las
mancuernas: corbatín (pasador)
olor a gomina: se pone las tres
sortijas heredadas por vía materna
(del padre jamás supo nada)
ópalo, cornalina, ópalo. Tiara le
apretará las sienes (no pensar)
tres carbúnculos en el centro,
ocho de la mañana y sigue en
ayunas, una vez más no
consigue
desprenderse
de
la
figura
del espejo: ¿propia? Nada acaece en sus pupilas que pueda aseverar.
¿Onza es pedrería o majestad
animal (real) que se le aparece
en el sueño, o en las pocas
páginas de un libro que le
leyera en aquella ocasión el
Caballero (¿de los montajes?)
que hizo el papel de húsar, de
decadente, de pretendiente, en
todos los escenarios de Europa?
La Vieja Europa aún por recorrer.
¿Recorrer? ¿A su edad? La estola
de armiño huele a naftalina, toda
su bisutería un ensueño de onzas y
de hormigas transformando la
tarequería que yace cogiendo polvo
en los estantes, antepechos, mesas
de luz, consola, centros de mesa, la
ausencia visible de los aspavientos
de una visita inexistente. Que se
avenga, nadie (nadie) viene. Ya está
(¿por mano propia?) el desayuno: el
panecillo a palo seco, el café aguado,
el agua deteriorada en el vaso, y una
rosa versallesca en un jardín estéril,
álbum, litografía, de ahí se derrama
la mucama (no hay) se derrama
(retenido en su taza) el nescafé
edulcorado enfriándose sobre la
mesa: le quedan dos sillas, una
consola, catre, mesas de noche,
lámpara con tulipa en forma de
hongo, tocador, estantes, y gavetas
repletas de cachivaches, y la fuerza
suficiente para salir al jardín reseco
a mirar los ciempiés, acuclillarse
y
dejarse
penetrar
entre
las
telas
desgastadas
por
un
viento
(cierzo)
a
ramalazos
(Cuaresma).
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