No. 92 / Septiembre 2016
Leer presentación de “GRUMO (Reseñas sobre una generación)” de Francisco Segovia
Sobre La alcayata
La brevedad suele ser un ejercicio muy largo. Así como a los alquimistas podía tomarles toda una vida producir una mínima pepita de oro, así también hay poetas que lo son todos los días, a todas horas, pero al final de su vida sólo nos han mostrado un puñado de poemas, si es que algo nos han mostrado. ¿Qué los constriñe de este modo? Casi siempre, como a los alquimistas, una aguda conciencia del material con que trabajan; una conciencia se diría que dolorosa. Su poesía brota de una perplejidad y un enamoramiento ante las formas, y les es difícil desprenderse de ellos con limpieza; es decir, desbrozando pacientemente su pepita de la ganga, pero sin presumir el esfuerzo, sin dejar que sea el esfuerzo lo que dé valor a su obra. Como siempre sale arañada del matraz, la quintaesencia debe tomarse el tiempo necesario para sanarse las heridas y salir limpia al mundo... Pero no es el triunfo final lo que nos fascina de los alquimistas, como no es tampoco el beso final de la película lo que nos lleva a verla. Lo que nos fascina es el proceso, la historia que ahí culmina. No el oro por el oro sino por la pasión y la locura que implica perseguirlo. No el oro sino su destilación, el acucioso método del sabio que hace al oro merecer finalmente el adjetivo de filosófico. Digo esto porque los legos, cuando vemos oro, vemos siempre lo mismo, pero el sabio distingue a simple vista el oro elemental del oro filosófico. En el primero sólo ve oro vil —si esto puede decirse—; en el segundo, en cambio, mira la evidencia de que la obra se ha cumplido. Y entonces desprecia el oro y admira la obra. Puede vender su pepita, o arrojarla a los cerdos. Pero ahí termina la fascinación. Para él y para nosotros. El alquimista alcanza la inmortalidad. Fin de la película.
Creo que fue una empresa de este tipo lo que hizo tan parcas las obras de Gorostiza, Villaurrutia, Cuesta, Chumacero, González Durán. Y si a veces estos poetas nos dan una impresión de frialdad es porque, en efecto, todos ellos han sentido que debían dejar enfriar la llaga mineral antes de mostrar su pepita al público; que debían lavar su oro en agua fresca. Su parquedad es un recato, un pudor —o, como diría Jorge Cuesta, una reserva. Pero, si miramos un poco más de cerca, veremos que el enfriamiento, por sistemático que sea, es él mismo un acto de la pasión, una fase en las ardientes sublimaciones de su alquimia. Ésta es la parte fascinante. El resto, si se quiere, es epifanía, o revelación... No lo digo con ironía. Es quizá cierto que los poetas de esta clase buscan la iluminación, pero la iluminación en cuanto fin es un non plus ultra, algo que culmina y ya no tiene más allá; y si bien eso es lo que buscan, no es en cambio lo que les interesa, porque su interés está en los medios, en el proceso, en la actividad. Más que la impasible, inmóvil eternidad, lo que persiguen es una Muerte sin fin... Un verso de Gilberto Owen mira esto mismo desde otro costado. Dice: “También se llega al cielo por la carne”. Aquí el poeta acepta que quiere ir al cielo, sí, sólo que no ahora —no ahora que todavía tiene carne— sino después, cuando la carne se haya agotado y se haya vuelto triste. Uno oye en esto el ruego que San Agustín le hizo a Dios cuando aún andaba entre los gnósticos: “Señor, concédeme castidad y continencia... sólo que no ahora mismo”.
Ésta es la clase de prórroga a que se entrega Jorge Brash en La alcayata. Porque quiere prolongar su placer, sí, pero también porque ese placer es una pasión, y las verdaderas pasiones son estériles: se desvanecen en cuanto dan fruto. Por eso puedo imaginármelo rumiando décimas durante días y días para luego, al terminarlas, dejarlas pacientemente abandonadas, a que se enfríen en el cajón de su escritorio, si no es que tan sólo en su memoria. Aunque no lo sé de cierto, me parece que Brash sólo publica a regañadientes, después de resignarse a la monserga de hacer para sí mismo un trabajo que en cambio hace gozoso para los demás: seleccionar, corregir, formar un libro. (Hay que recordar que Brash es traductor, editor, director de la legendaria revista La Palabra y el Hombre.) No es pues que a Brash le parezca una monserga el trabajo; lo que le parece una lata es tener que hacerlo para sí mismo. ¿Por humildad, o por soberbia? Quizá por ambas. Si una obra suya ha de salir de entre las llamas del atanor, entonces habrá de salir limpia y como recién bañada, sin presunciones ni aspavientos. Miren ustedes si no esta décima, que Brash dedica a Ángel José Fernández, pero que nosotros podemos leer aquí como declaración de una poética:
Pluma de punto perfecto
solicita mano diestra
que la lleve por la senda
accidentada del verso.
Con el concurso del sueño,
juntos habrán de pasar
los meandros del azar
y la atracción del abismo,
confiriéndole a su ritmo
la andadura de la mar.
El poema es emblemático. Aquí no es una musa etérea y caprichosa quien reclama el arte del poeta sino la pluma material quien solicita sus oficios; y no es la inspiración de la musa quien guiará al poeta hacia la iluminación sino que la pluma se dejará guiar por la mano del poeta a través de “la senda accidentada del verso”. Del verso, no del poema... Tratamos con en arte de un artesano.
Con todo, Brash no cierra del todo los ojos a los misterios de la inspiración, pues sabe que pluma y mano “habrán de pasar/ los meandros del azar/ y la atracción del abismo”, aunque a fin de cuentas la aventura sólo culmine cuando alcancen la base sólida del ritmo —ése que le hace decir me-an-dros y no mean-dros—; ese ritmo que es “la andadura de la mar”. El poema se titula “Aviso” y está escrito como en broma para la sección de Avisos Clasificados de un periódico. Pero no puede ocultar que es algo más (mucho más) que una mera ocurrencia en verso, dictada por una musa descarriada a los oídos de un viejo bardo en los portales de algún zócalo de pueblo. Y para probarlo están, de nuevo, esos “meandros del azar” que trazan juntas pluma y mano: una escritura —una escritura que dibuja meandros, como los ríos, o como algunas orillas escarpadas de la mar, donde hay por cierto un abismo desde el que se oye el embate acompasado de las olas.
Son esos breves rasgos personales los que hacen valiosa la forma, como sabe todo buen oficial de un oficio. Y tal parece que a Brash esto le parece tan evidente que hace avanzar su libro desde el plano más puramente artesanal y técnico, el de los ejercicios menos riesgosos (porque de todas formas un ejercicio siempre implica un riesgo), hasta la franca experimentación. En medio nos quedan poemas de un oficio que se da ya por descontado, pero también de una imaginería que alcanza sutilezas increíbles, como la de estos versos, que describen un gato:
y en el huerto del vecino, tras la cerca,
una voluta de humo
se despereza.
Es exacto. Un gato esponjado y holgazán, como debe ser un gato... Y hay por cierto muchos gatos en el libro. He aquí otro, de un poema titulado “Felino”, donde el metro y la rima comienzan a emborucar la brújula canónica y, aunque aún se conservan como una especie de reminiscencia, avanzan casi casi “a oscuras y en celada”:
Espiral, casi un círculo,
se repliega en sí mismo
a la caricia del sol.
Orbitando la noche desde el sueño,
en su caída encuentra
la alborada lunar,
imagen del silencio
que un susurro taladra,
enfundadas las garras
para no perturbar
el líquido sosiego.
La extrañeza del primer verso —que termina en esdrújula (círculo), pero rima con grave (mismo)— nos pone ya sobre aviso de lo que vendrá. La estructura de las rimas se desordena (í-o, í-o, ó, e-o, e-a, á, e-o, a-a, a-a, á, e-o) y los versos —que no son diez ni catorce, como en las décimas y los sonetos que tanto practica, sino extrañamente once—, se dividen en nueve de siete sílabas, uno de once, y otro... ¡de ocho! La tradición no hace esto. Mezcla versos de once y siete todo el tiempo; nunca de siete y ocho...
Pero no quisiera entretenerme demasiado en esto, pues quiero pasar al final del libro antes de que la memoria borre el primer poema que cité, y compararlo con este otro, que no tiene título pero que, aun debidamente precavido, se deja caer en ese abismo del que el otro poema era sólo un “Aviso”:
He venido a entender tal vez muy tarde
que en el silencio de la noche
hay una voz que llama
a transcribir sin duelo su dictado.
Esa voz desvincula del tumulto
que el oído confunde, y precave
del abismo insondable. No sé adónde
me llevará su ritmo, pero en cada
rincón del alba la siento latir.
Si la voz late en los rincones, es que late oculta. Y, para mostrar esto de bulto, Brash “esconde” las rimas de fin de verso y acentúa en cambio la internas. Quiero decir que también aquí hace algo que la tradición no hace: separa sus rimas por más de dos versos. Tarde, noche y llama riman con precave, adónde y cada, pero entre cada palabra y su rima median ¡cuatro versos! —una distancia que el oído ya no abarca. Entre las dos tríadas hay dos versos que van sueltos y sin rima, como va sin rima el último verso, que tiene además otras peculiaridades: es el único que termina en palabra aguda y es el único que no se mide como los endecasílabos canónicos, dantescos, sino como los “provenzales” (acentuados en cuarta y séptima). Sin duda Brash lo coloca ahí adrede, para mostrar también de bulto lo que sus palabras dicen “en espíritu”; a saber, que el poeta no sabe a dónde lo llevará el ritmo de esa voz que ahora oye, aunque muy tarde...
¿Qué significa el reconocimiento de esta tardanza? Quizá nos lo responda el antepenúltimo poema del libro, que va sin título y está formado, escuetamente, por dos versos heptasílabos. Dice así:
Hay que abismarse tanto
que se llegue a la antípoda.
¿Es esto una promesa? Si se abismara tanto, los hombres de las antípodas lo verían surgir del abismo y tal vez, para su sorpresa, plantar de nuevo un pie sólido en su tierra. Porque acaso allá vuelva a ser tan parco y pudoroso como es aquí —cosa que nos hace sospechar aquello de “transcribir sin duelo” la voz de la noche—, pero en cualquier caso ya no podrá rechazar la experiencia de haberse dejado llevar por esa voz, que lo seduce y lo convoca... Aunque ¿no son estos últimos dos poemas prueba de que lo ha hecho ya? Quizá —porque en ambos parece que él mismo se ha convertido en el elemento que su alquimia quiere trasmutar—, pero el libro termina casi inmediatamente después de estos poemas... ¿Por simple pudor? ¿Por conciencia de que ahí acaba una fase de la obra y comienza otra? No lo sé, pero me queda la impresión de que La alcayata se queda en unos puntos suspensivos (no en un “Fin” sino en un “Continuará”) y de que tal vez eso pueda leerse como una promesa. Pero, si en verdad ése es el caso, entonces sólo hay dos cosas que puede prometernos: o el silencio, o un libro imperfecto. Porque a un libro perfecto como La alcayata sólo puede seguir un libro imperfecto, o el silencio.
Yo no puedo dejar de esperar lo primero, si por imperfecto entendemos lo que representan los Pequeños poemas en prosa frente a Las flores del mal; es decir, si podemos asociar con la imperfección el punto en que Baudelaire sintió que lo rozaba “el viento del ala de la imbecilidad”, mientras daba a la imprenta la edición definitiva de Las flores del mal y la primera de los Pequeños poemas en prosa. Porque ¿quién sabía en ese momento que los poemas de Baudelaire, en verso y en prosa, eran ya entonces lo que hoy son para nosotros? Baudelaire mismo, sin duda —aunque con la amargura de ese soplo de “estupidez”—, y dos o tres alquimistas de su entorno, pero no más. Quizá, queriendo abismarse hasta las antípodas, Brash esté sintiendo el roce de ese viento, y quizás intuya que en efecto bastan dos o tres alquimistas que en algún momento sepan distinguir el oro vil del oro filosófico. No sé si los encontrará en su entorno, o siquiera en su día, pero creo que la mera posibilidad basta para que se eche a los hombros la empresa entera. Ojalá.