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Rafael José Díaz
(Santa Cruz de Tenerife, 1971)



Un poema de inverno

         

  Para Anxo Pastor


Los árboles de invierno, alineados
en una y otra acera de una calle sin nombre:
muros de una tumba abierta al aire
que alguien recorre sin saberse ya nadie,
confiado en sus pasos, en los ojos que bullen
todavía en sus órbitas, en vagos
sentimientos o sombras de deseos extintos,
en recuerdos que asoman sus pálidos semblantes
y regresan huidizos a la nada en que viven.

Ningún viento los mueve,
pero tiemblan de ausencia, esos
árboles o muros de una tumba cavada
a medida que cruzan los pasos esa calle
de una ciudad irreal como las que en un sueño
se recorren sin prisa, sin fatiga y sin rumbo.

Esos árboles son como esqueletos,
da en pensar quien camina
reducido a sus huesos
crujientes en el frío,
para qué tanta carne
si ya nadie la mira,
si la vida ha quedado reducida
a saludos de espectros en la niebla;
esqueletos que tienden sus ramajes
a unas manos que nada
pueden ya acariciar.

Un jadeo se escucha
igual aquí que un grito
y se escapa por huecos que no vemos
entre árbol y árbol. Son palabras que nadie
parece pronunciar, pero resuenan
al tiempo que los pasos, como golpes
de un cuerpo desplomado, secos
golpes de huesos unos contra otros.
Y los soplos de ausencia entre las ramas.

Árboles
inmóviles que no parecen vivos:
acompañan los pasos y no ofrecen piedad
alguna ni consuelo, y ni siquiera
ternura o protección en la intemperie.
El cuerpo,
si acaso sigue siéndolo,
avanza, retrocede, se detiene,
va y viene junto al río del asfalto
y ningún coche surca esas aguas de tinta,
ninguna barca hay para transportarlo
lejos, hacia donde
nueva carne o nueva sangre broten
para sus huesos secos.
El cuerpo es el de un náufrago
que flota un tiempo aún
en el mar que lo sueña.

 

 


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