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No. 43 / Octubre 2011

 
Manuel Becerra
(Ciudad de México, 1983)

Poemas ganadores del Premio Nacional de Poesía “Ramón López Velarde” 2010.



Concierto del bosque

Es un acto contra la muerte el de los niños bajando las empinadas del bosque. Este lugar arde, se cubre de aldeas y, por momentos, apresura la niebla. En su espesura reposa la sobriedad de un hombre afiebrado que sueña con baldes de agua. También en las verdes depresiones los aldeanos se aman a ojos de nadie. 

Hay una aldea bajo las constelaciones y una mujer que a la orilla del río, lleva siglos, lavando la quietud del agua.

Hay también un arpista encargado del incendio de las veredas. Tiene a su cuidado la instrumentación de Sonatas de agua, Fados de transparencia y verano, Canciones para adolescentes fumando en el claro del bosque.




Canción Western

Tom Waits, en una canción, lleva años regresando a casa montado en un poni. Algo de furor y rareza signa a estos caballos tristes y solares. Mi hija tiene uno. Le concede un nombre alusivo a su tamaño y deja su mano dorarse al pasarla por su lomo.

Deja la orilla de la aldea. Sobre el boulevard arden los cañaverales. En un lentísimo slide de guitarra cruza la comarca. Se traslada vertical del campo abierto al arbolado fluir de mi sangre. Nada florece sobre las baldosas porque no necesitan metáfora estos paseos. Sin embargo, atraviesa un campo de margaritas que arde como si cada margarita fuera un cráneo y crepitara bajo las pezuñas del caballo.

Empuña sin fuerza la brida y lo dirige hacia la infancia, pasa por la belleza de los cuatro años y por la mirada de los viejos. Al regresar cerramos la puerta tras nosotros. Atamos el poni al amparo de la sombra y al paso de los segundos él se hace parte de ella. Aún se escucha a Tom Waits silbar en una canción

con el temple de los dos que van a dispararse en el duelo.




Experiencia del desencanto (fragmento)
II

Sólo los borrachos del pueblo se hacen de sus noches.

Llegan siempre en su reino de pobres, recargados en luminosas suripantas, si hay fortuna, desde la cantina del puerto, después de días. Tienen mala sangre, sin embargo, cuando abandonan la bebida se vuelven todavía más lastimeros. Después de tiempo, ya prestado el cuerpo al aguardiente, convulsionan en sus catres de príncipe. Tienen temperamento para aguantar la muerte. Mi padre era viejo, como antiguo era su crujir de huesos en la convulsión de la mañana. Ese gemir le venía de vidas pasadas. Del abuelo hasta nuestros días nos llegaba ese traqueteo de osamenta enferma, sin esperanza de muerte. Recuerdo su Algo estará pagando en palabras de mi madre.   

Severo es el entrecejo del borracho que se ríe. Su vida sucede entre la miseria y el delirio de las copas de vitriolo. Con el paso de los años, el aguardiente ya no hace y se requiere de herrumbre, de cristal molido, de verdes botellas de perfume.

Para andar a tientas en la ebriedad, cada quien con su lámpara de alcohol.

En el tedio como en la fortuna los borrachos cantan. Se les desencaja la mandíbula apenas llega a posárseles en la garganta La paloma negra. Y allí van, medio imbéciles, desangelados cruzando el pueblo.

Quizá su miseria sea lo que les dará el cielo algún día.


 



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