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No. 43 / Octubre 2011

 
Jordi Doce
(Gijón, 1967)



Móvil

Algo debe ceder para que todo fluya,
el hombre que se aparta por instinto
de su mudo reflejo,
el ojo que no ve cuando repudia,
la piel donde trabajan las arrugas.

Surcos, rodeos, resistencias.
Allá fuera la vida insiste una vez más
y el viento mueve redes y cabellos,
el flanco estéril de las dunas;
aguas que rompen en la orilla, labrándola,
mares que ascienden o descienden
según el plano de los cielos,
la sangre que va y viene bajo su sol doméstico.
Todo cede para ser algo,
todo cambia y se mueve y se rehace
para ser con más fuerza.

Así miras cada mañana la misma escena
y eres el mismo cada vez, propio y distinto,
viendo cómo la rueda de las formas
gira hasta hacerse inalterable.
Te despiertas oyendo chillidos de gaviotas
y su voz anhelante, casi humana,
te recuerda que estás solo y no hay tregua.

Es así, es así.
Cada día que pasa
negocias con el gen que te contiene,
te apoyas en distinto pie,
sacrificas verdades y mentiras
en el altar de la supervivencia.
Cada día que pasa
construyes la ficción que te guarece
en la ficción de la supervivencia.

Tu rostro en el espejo es un embuste.
Incapaz de seguirte, sólo entrega un reflejo,
una máscara opaca que envejece sin prisa
según la vieja ley de la costumbre.

Aquí dentro la vida insiste una vez más
y la sangre se mueve, no sabe estarse quieta,
no sabe estar. Circula,
y es unos pies que bailan en la arena,
el brillo de la arena bajo el sol.
Algo debe ceder en ti para que seas.










 



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