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No. 75 / Diciembre 2014-Enero 2015



Antonio Santiesteban

 

De noche

(Psyqué)
Grises, gatos grises no ocultan el secreto pues en verdad lo son
velando la mirada de unos fascinantes ojos verdes.

Por qué razón tras el humo los vi ya, los mismos;
de cuál sueño regresan, invitándome ignoro a qué.

Por qué miran desde la obscuridad sin producir inquietud.
Por qué, si no dejan de observarme sonrientes,
estoy seguro, no se podrían definir
ni ellos ni yo. ¿Será su contento el mío?... ¿sienten
también algo que cuaja sólo a medias en sensación?
¿Será posible sentir completamente
las columnas de un medio arco
recayendo por la otra parte en pura paz?

Los verdes ojos y yo seríamos como oír una música:
Al instante mismo de tocar la noche la olvidamos;
se olvida como emoción, de seguido transformada
en sentimiento tan presente que se deja de percibir
cuanto ocurre todavía. Ese es el problema con la plenitud.

Que no puede ser posible
tampoco así el templo en su grácil totalidad,
ni volverme a donde y por donde he ido;
quién podría, cuando basta la estadía,
pronunciarse si se extiende más que a unos pasos
la luz nebulosa que nos rodea.

Cómo ven tanto sin insistir las esmeraldas.
Me ven y ese verme me enamora,
aislándonos en un fragmento de eternidad.



Un jueves glorioso

(Cupido)
Tantos años de aprendiz y hoy ya un maestro,
ciertamente conocía su oficio aquel empleado de la sastrería
que desplegaba con las manos diestras el tejido
dando vueltas a la bala donde dormía enrollado,
y con las colas amarillas y listadas del metro
colgándole por el chaleco
simulaba a un encantador de serpientes
intentando atraer la atención
de un público poco entusiasta.

Como una lechera vertía desde el antebrazo al mostrador
la tela cremosa en pliegues espesos,
y la palpaba, la saboreaba entre el índice y el pulgar
en cuya uña cuidadosamente manicurada
despuntaba el creciente nacarado de una luna.

Interpretaba un arte que no dan a ver, seguramente
para mal, los tratados ni los museos “Tóquela,
señor, seda de entendidos tejida en Brescia.
Suave seda color marfil con el peso justo 
para hacerle una camisa que, si quiere,
usted podría llevar sin corbata.
No admite un error de corte pero no hay otra materia
más agradecida para quien la sabe trabajar. Tóquela,
observe su vivacidad y su nobleza, mire qué bien cae”.

Llenando un puño conocí con el cuenco de mi mano
en las ondulaciones del aceite
el paso incesante a la frescura del agua.
Comprendí además que vista u oído
sienten poco o se fatigan pronto
y así transmiten con nitidez abstracciones superficiales;
no el tacto en cuya densa rosa de pétalos finos
la sensación de la seda iba y venía como la ola perpetua,
devolviéndome, sordo, ciego
aquel antro obscuro de la cascada molecular
que iluminó la primera caricia.

En una hamaca
estirar los músculos a la sombra de un árbol,
besar unos labios jóvenes,
sumergirse bajo el sol entre burbujas:
actos epidérmicos tan profundos
que el mundo se nos adentra y nos ocupa.
Más puramente, sin embargo, la seda tomaba posesión,
por cuanto apoderándose de mí me hacía exterior a ella;  

y liberándome otra vez me dejaba fresco el corazón
envuelto por sus pliegues como una joya.

La palpé ondulante, me sentí oscilar en un vaivén:
“Soy con creces el sueño de roces donde amaneció la conciencia
de algo que fue alguien debido a la piel.
Soy la sultana voluptuosa que ordenara al espacio 
construir mis jardines fuera de la temporalidad
para que tu vinieses conmigo a consistir de inmediato”.