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No. 51 / Agosto 2012

 

Claudia Sánchez Rod
(Sinaloa, 1972; vive en Cuernavaca)




El polvo de las gladiolas


I
Marta sube a una barca
sube a las azoteas
sube al cerro
sube de tanto andar por la pendiente.

Sube también lo rojo de su cara
sube su cremallera, su deseo, su precio.

Sube además las escaleras, hasta que toca el cielo
y se arroja de pronto
como una mandarina desprendida del árbol
           un granizo   un alud   una cascada
y se estrella de cuajo en la avenida.

La gente va de prisa y no advierte
que Rosa está de bruces.

Es una hora pico y todos quieren llegar a su trabajo,
alguien le pisa un dedo.

Una anciana sentada en la banqueta
la presiente
(es ciega)
y se acerca y la ayuda a levantarse
Laura se arregla el pelo
se sacude la falda y se da cuenta
de que perdió un arete y se le rompió una uña. Llora.

Un hombre pasa y le sonríe
y le invita un martini
y es entonces que Teresa nota
que también el habla se le ha roto.


II

Marta
busca en su bolso a tientas un cigarro
trastabilla y se ríe
se ríe desdibujada     corrompida
y se ofrenda a la noche y amanece
echada en una banca
con el cuerpo desnudo
un reguero de hormigas sale de no se sabe qué parte de su cuerpo
y la gente le mira su piercing su tatuaje su arete
su roja cabellera
teñida de violeta la mañana
vuelve a beber Teresa de la bruma lo húmedo
desnuda en la ciudad
de México de Oslo de Bombay
de Mogadiscio
Laura en un callejón
con un zapato de tacón y un pie descalzo
no lleva bragas ni carmín ni pasaporte
y los hombres le tocan
atónitos
el vello pelirrojo de su sexo.


 

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