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No. 52 / Septiembre 2012

 

César Eduardo Carrión
(Quito, Ecuador, 1976)


Primera psicofonía:
A la calavera de Yorick

 

Hamlet.- Deja que la vea. (Coge la calavera.) ¡Ah pobre Yorick! Yo le conocí, Horacio;
era un hombre de una gracia infinita y de una fantasía portentosa. Mil veces me llevó
a cuestas, y ahora, ¡qué horror siento al recordarlo!, a su vista se me revuelve el estómago.
Aquí pendían esos labios que yo he besado no sé cuántas veces. ¿Qué se hicieron
de tus chanzas, tus piruetas, tus canciones, tus rasgos de buen humor, que hacían
prorrumpir en una carcajada a toda la mesa? ¿Nada, ni un solo chiste siquiera
para burlarte de tu propia muerte? ¿Qué haces ahí con la boca abierta?...


William Shakespeare, Hamlet, Príncipe de Dinamarca, acto V, escena I



1

¿Sabes cuántas veces aparece la palabra Amén en la Biblia del Rey Jorge?
¿Sabes cuántas de sus setecientas ochenta y tres mil ciento treinta y siete palabras
hablan de la muerte y cuántas de ellas nos consuelan con la resurrección?
Si es verdad, como dice el Evangelio de Juan, capítulo diecisiete, versículo diecisiete,
que Dios y sólo dios autoriza y garantiza la verdad del único Libro Sagrado,
¿por qué nos molestamos en leerlo tantas veces en voz alta y repetirlo
cada Domingo, cada Sabbat y cada fecha cercana al Ramadán?
Que se ocupe también de la llegada de la luz a las fronteras infrarrojas,
que anule, sosegadamente, la mutación de la ceguera en Efecto Doppler.
¿No sería mejor rezumar esas dudas en el silencio de alguna jaculatoria,
antes que empaparlas con tres millones quinientas sesenta y seis mil
cuatrocientas ochenta y nueve letras de pura especulación religiosa,
un poco de esperanza y, sin duda, toneladas de autocomplacencia?
¿Para qué escribimos nuevamente la crónica de la Noche Triste, si fue dichosa,
y si Hernán Cortés se quedó de todas maneras con más de una Malintzin
y si hemos vuelto a incinerar las carabelas cada vez que hallamos dudas?
Para qué, si no es para escribir un Canto General, travestido, que nos nombre,
mejor que los legajos borroneados por las manos de un cronista semi-analfabeta.
No te digo que no cantes, no silbes, no escupas tu verdad, de todas formas lo harías,
porque nuestras convicciones determinan la certeza y el error en igual medida.
Apenas te pido que pongas de nuevo tus labios en el lugar donde los dejó mi
    último beso,
sobre tus dientes y maxilares calcinados, casi impertérritos, que levemente
    me hablan.
¡Anda, Yorick, despierta! Como regresan las bellas durmientes del encanto
    de la muerte,
sin necesidad de conjuros, con palabras que labren el aire con incertidumbre
    y terror.
Recuerda que encargamos la preparación del vino de las consagraciones
    a un sacerdote,
al más inepto de todo el colegio dedicado a proteger las palabras del olvido
    y el silencio,
al idiota de la familia, que no sabe ni siquiera su propio nombre y duda de sí
    mismo todo el tiempo,
y sin embargo inventa motes y apellidos insultantes para todos sus amigos
    y parientes.
Les encargamos la propagación de nuestras sombras, amado Yorick, a los poetas,
como si no fuera suficiente encargarles también el peso muerto de sus
    propios cuerpos.
Algo tendremos que hacer, mi querido bufón, para librarnos de la acidia
    y de su labia,
tan mala compañía como el cigarro encendido en la boca del condenado a
    fusilamiento,
y así de redundantes y así de prepotentes y así de inofensivos estos versos,
cada vez que nacen, cada vez que habitan, cada vez que a alguien
    se le ocurre recitar:
 “¿Sabes cuántas veces aparece la palabra Amén en la Biblia del Rey Jorge?
¿Sabes cuántas de sus setecientas ochenta y tres mil ciento treinta y siete palabras
hablan de la muerte y cuántas de ellas nos consuelan con la resurrección?”
Por supuesto, no lo sabes, porque entonces, no habrías muerto y estarías
    provocando
explosiones de risa en este íntimo auditorio, donde sólo se escuchan bostezos y,
muy de vez en cuando, alguno que otro gemido, alguno que otro llanto…            

 

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