Vuélveme tan chiquita como Sifo


Salpicaderas 2
Pedro Serrano

portada.salpicaderas2.jpgCuando la escritura responde a una necesidad no tiene lo que se puede decir un origen. Es un conglomerado naciente, como la Venus del mar, y con el tiempo va a dar, si el oráculo es favorable, un mayor saber de lo que desde el principio se está haciendo. Algo está diciéndose desde ese primer verso en la peculiar manera en la que está necesitando decirse, como si la glosolalia del poeta supiera de antemano, desde el paso del gesto gutural a la expresión escrita, qué y cómo tiene que decirse.
La expresión “cómo tiene que decirse” lleva doble significado: cómo tiene que decirse lo que se va a decir es el primer sentido, pero más importante aún es cómo va a decirse a sí mismo quien así y allí empieza a decir. Es decir, quien en esas palabras comienza a esbozarse como significante pero también como significado. No sólo se está describiendo, en el sentido en que uno se muestra en lo que escribe.

No. 73 / Octubre 2014



Vuélveme tan chiquita como Sifo

Salpicaderas 2
Pedro Serrano


Jeremías Marquines
Obra Poética
Universidad Juárez Autónoma de Tabasco, 2013


portada.salpicaderas2.jpgCuando la escritura responde a una necesidad no tiene lo que se puede decir un origen. Es un conglomerado naciente, como la Venus del mar, y con el tiempo va a dar, si el oráculo es favorable, un mayor saber de lo que desde el principio se está haciendo. Algo está diciéndose desde ese primer verso en la peculiar manera en la que está necesitando decirse, como si la glosolalia del poeta supiera de antemano, desde el paso del gesto gutural a la expresión escrita, qué y cómo tiene que decirse.
La expresión “cómo tiene que decirse” lleva doble significado: cómo tiene que decirse lo que se va a decir es el primer sentido, pero más importante aún es cómo va a decirse a sí mismo quien así y allí empieza a decir. Es decir, quien en esas palabras comienza a esbozarse como significante pero también como significado. No sólo se está describiendo, en el sentido en que uno se muestra en lo que escribe.
Al comenzar a escribir un individuo, lo que en realidad está es construyéndose, como escritura y ser, ahí donde se inscribe.

Hace unos años hice una reseña de un libro de Jeremías Marquines, fue el primer libro suyo que leí y, puedo decir ahora, después de haber hecho el recorrido de toda su obra, que ese libro era ya de sí y de por sí una presentación cabal y redonda de escritura y escrituración, y que con él bastaba para desde ahí intentar una interpretación de su escritura que, ahora veo, puede ser pertinente para su obra toda.1   Varias especies de animales extraños cubiertos de piel jugando en una cueva con un pico mientras Richard Dadd observa desde un calabozo de Bethlem es el título más largo de su producción, pero no es el único largo. En ese título hay dos representaciones que pueden estar juntas o no, es decir que pueden darse como una continuidad pero también como simultaneidad, como dos espejos, desconociéndose una de la otra, y sólo visible a quien lo lee u observa. En una está Richard Dadd, un pintor inglés victoriano que pintaba cuadros saturados de duendes y de hadas, y en la otra la descripción de una cueva en la que unos animales carnavalescamente humanizados —porque todos estaremos de acuerdo en que los animales no se cubren con pieles— se mueven muda pero expresivamente en un ritual apenas nominado.

Si ahora regreso a este libro es porque el panorama se ha abierto y en ese sentido el libro es nuevo para mí. Ahora no me llama tanto la atención Richard Dadd, por ejemplo, sino la presencia de esos otros personajes que además de estar en el título y en los poemas de este libro vienen de otros libros de Jeremías Marquines que yo no conocía en ese momento, y que ahora que iluminan su lectura de otra manera. Quiero decir, los libros anteriores de Jeremías Marquines prefiguran y proyectan lo que en Varias especies de animales va a suceder. En aquella nota hacía una descripción somera del libro como “una secuencia de 44 poemas numerados en romano, dividida en dos secciones. La primera, que repite el título del libro, va del poema I al XXXVI, y la segunda, titulada “Ensayo para dibujar un rostro humano”, del XXXVII al XLIV. Esto, que es una mera recapitulación taxativa, no dice nada pero da el mapa de todo lo que allí está. En ese texto hacía una reflexión no tanto sobre los poemas en sí sino sobre la forma que lo sostiene, y decía lo siguiente: “Una secuencia es una forma muy particular de construcción poética. Está formada de poemas individuales que a su vez se van acumulando en un significado múltiple. Pero como sucede siempre en poesía, la consecución secuencial en realidad es simultánea y las partes de la serie se van agolpando a medida que se van leyendo. El resultado es no un significado secuencial sino acumulativo, como esas nubes que llevan el nombre, precisamente, de cúmulos, en donde las voluciones y circunvoluciones del vapor forman estructuras de continuidad inestable.”

Ahora que he leído toda su obra poética, me doy cuenta de que la secuencia es la manera en la que él encuentra desde el principio y hasta ahora su aliento poético. Es decir, que por medio de la secuencia puede Jeremías desbocarse en seguimiento de su propio impulso poético, y que este impulso casi siempre se manifiesta en dos vertientes, una espejo de la otra pero también su sincopada conclusión. La secuencia le da a su caudal poético forma y estructura, aliento y dirección. Lo que yo intuía en ese libro es en realidad, y con precisión puntual, el mecanismo por medio del cual libera sus propias fuerzas, se desfoga y sale disparado, libro tras libro. Pero ojo, esto no quiere decir que esa técnica, sea un artificio. Si desde el principio Jeremías Marquines encontró en la secuencialidad la manera de encontrarse en el decir, de hacerse dicho, esa manera de articular lo que se escribe, que se repite de libro en libro, va también cambiando, tomando tonalidades y respiración diferentes. Como las seuencias suelen tener un tema que las engarza, este tema establece una distancia entre el yo del poeta y el mundo, cosa que le permite encajar en un espejo externo sus experiencias sin mostrar su origen, reconstruyéndose en un personaje real o ficticio, sea este Richard Dadd o Malcolm Lowry o el petirrojo.

La lectura de la obra completa de Jeremías Marquines permite ver el recorrido de su escritura. A excepción de unos cuantos, la mayoría de sus libros va a numerarse, ya sea en romanos, en arábigos, o incluso, como sucede con el primero, El ojo es una alcándara de luz en los espejos, de 1996, con las letras que componen el hebreo. Vuelvo a las secuencias. Las secuencias permiten un cierto trote continuo que ayuda a formar un libro. Da aliento, ya dije, y también da dirección. El peligro de la escritura de un poema único es que nunca se sabe qué va a venir después. Quienes escriben poemas sueltos terminan siempre en el desfiladero que es el poema terminado. La vuelta a empezar de cero. En cambio las secuencias establecen una numeración que es en su proposición infinita pero que siempre llega a término. Las secuencias necesitan, y en ese sentido necesita Jeremías Marquines, un eje temático, un tema que hile las cuentas continuas de su enumeración. Este esquema recurrente, que como ya dije le sirve a la vez para soltar el vuelo y contener los perdigones, no significa que los libros de Jeremías Marquines sean repetitivos. En los primeros hay una mayor propensión al versículo y conforme han pasado los años y los libros el verso se vuelve si no más comedido sí más puntual.

Jeremías Marquines no suele ser un poeta confesional, en el sentido de que se le pueda seguir el hilo de la vida a través de sus poemas. Quizás por eso, cuando aparece en primera persona lo hace descarnadamente, sin protección. Por ejemplo en el poema que abre Bordes trashumantes de 2008, que comienza con un epígrafe dedicatoria a su madre, a la que llama delicadamente “volante pétalo de Dios”, Marquines escribe: “Me siento en esta silla a escuchar tu corazón. A ver pasar un viejo tranvía por tus venas. A ver en la vida el centelleo de una ola y preguntar de nuevo si ya comió el gato.” Ese poema es casi una recreación de los motivos de Sócrates, a la hora de su muerte, cuando la tradición hace que maten también a un gallo, porque el gallo es el sacrificio de este lado de la vida, la continuidad de ella en los que viven. Por eso mismo, lo único que pide Sócrates es que le paguen el gallo a Esculapio que seguirá en la vida. Así, la madre en este poema lo que pregunta repetidamente, es que si ya comió el gato. Es esto lo que da de sí a los demás en esa despedida, esto lo que se recibe como don de vida y don de muerte. Pues es en la cotidianidad y continuidad donde reconocemos y recomponemos nuestro estar en el mundo, donde somos parte de la vida de los otros.

Y si a veces nos podemos preguntar por la experiencia personal de Jeremías Marquines en sus poemas es porque en medio de la creciente fronda de sus arborizaciones lo que hace es ir representando a sí mismo. Poco a poco entran aquí y allá indudables trazos biográficos que terminan por darnos, en el volumen de su Obra Poética, un retrato definitivo. Un retrato construido, como las alegorías medievales, de los muchos retratos que la componen. En ese sentido los dos libros en que el emblema es el petirrojo, Las formas del petirrojo de 2001, y más acentuado aún en Ensayo para simular un petirrojo, donde esa figura en el sentido literario, ese pajarillo en la vida real, esos huesos volantes que en su movimiento forman una cosmogonía, son en todas sus manifestaciones fuerza y pretexto para que en ellos se vislumbre no otra cosa que el rostro a veces tierno y a veces desorbitado de quien con un buril va detallando su contorno visual, hecho en palabras.

Lo que en un principio era un alargamiento que tendía al exceso llega al término de su penúltimo libro, en un malabarismo estilístico a la vez efectista y efectivo. La organización del libro en dos columnas de sentido concomitante va a propulsar una madeja arquitectónica de arabescos en que Marquines no sólo sitúa sino que enreda y a la vez fija a Malcolm Lowry. Pero a la vez, en esa intrincado dibujo del escritor y de su cónsul él mismo alcanza la proyección de su propio recorrido por la ciudad que ha sido, desde hace tiempo, techo y orilla de su recorrido y su habitar. No por nada este libro, de 2012, se titula Acapulco Golden, un juego de espejos en el que la mejor mariguana de los años setenta articula el marco dorado en el que ese pelirrojo petirrojo va a ser incrustado. Allí Malcolm Lowry y los vestigios de su visita a Acapulco resplandecen. Jeremías Marquines reconstruye esos días, como Gilberto Owen el viaje de Sindbad el varado, y con las ramitas rotas que encuentra por aquí y por allá arma un nido, “en la hendidura de la quebrada”, en el lugar en que el mismo Marquines mismo habita. Para hacerlo se ayuda de los vestigios que tiene: la obra del propio Lowry, el trabajo hecho por su biógrafo, la recopilación de su correspondencia. Jeremías si interno en la bebida buscando alcanzar los estado etílicos y emocionales de Lowry en Acapulco, y acabó encontrándose a sí mismo: “Cuentas las horas como cuentas las sílabas más débiles. Por la herida de tu mente se fugan muchedumbres ruidosas de otras mentes que hablan los idiomas extintos del cerebro”.

En un libro también de largo título, Duros pensamientos zarpan al anochecer en barcos de hierro, de 2002, Marquines hace del mar una representación que a mí me fue recordando la novela El hombre invisible, y después la película, hasta quedarme al final en un paisaje de los años cincuenta, la reciente posguerra. Creo no estar del todo errado, pues en ese libro hay un hombre que se va construyendo con el mar. No con los vestigios del mar pero tampoco salido del mar, sino personificándose a sí mismo como mar inmenso contenido en una botella manejable que en este libro se proyecta en ese otro hombre y poeta invisible que fue José Gorostiza, con quien Jeremías salda aquí cuentas, haciéndolo mar, hasta terminar por caricaturizarlo, o mejor, convertirlo en personaje de comic. Es así como salda cuentas con una de las tres figuras tutelares de su poesía. Las otras son José Carlos Becerra, de quien vienen  las largas parrafadas líricas, y Fernando Nieto Cadena, el poeta ecuatoriano sin el cual la poesía escrita en Tabasco no se puede entender, y quien le enseñó a Marquines el contrapunto humorístico y la inserción de las más amenas actualidades.

Una pregunta que me queda rondando es qué lectura emanaría de una selección de sus poemas en un libro más manejable y seguramente de mayor circulación que este grueso volumen. Una vez roto el orden de las secuencias y desmontada su epinarración, sus poemas se verían como aerolitos veloces sostenidos en el impulso de su viaje. Resaltarían sus tics, sus recurrencias, sus monomanías. Surgiría una imagen más nítida de Jeremías Marquines, como poeta y como individuo. Veamos un ejemplo detrás del cual se esconde y vislumbra la figura de quien escribe estos poemas. La mención al comic del párrafo anterior me lleva a uno de los elementos presentes en su obra: el terrible mundo de la fragilidad, el miedo, la fantasía y la violencia infantiles. Porque el mundo de las hadas no es el que nos quiso vender Walt Disney sino uno mucho más amorfo, amenazante, agudo y simbólicamente desquiciante. Los poemas de Jeremías Marquines están llenos de estos personajes, llenos de mariposas gigantes y personajes del tamaño de una uña, que en su confrontación nos llevan a mundos habitados por potencias inimaginables y poderosos ingenios. Desde allí escribe y allá nos lleva, como Odiseo a sus amigos, colgados de las ovejas, para escapar al ojo de Polifemo. O al de Góngora. 



1 Mi nota, publicada en Letras Libres, (http://www.letraslibres.com/revista/libros/varias-especies-de-animales-extranos-cubiertos-de-piel-jugando-en-una-cueva-con-un-pi) se titulaba “Escapismos”, pues vi en su desenvolvimiento una tensión entre encierro y ansia de libertad, entre ternura y violencia también.

 

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