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Jorge Aulicino
(Buenos Aires, Argentina, 1949)

1

Cierta dureza en la sintaxis indicaba la poca versatilidad
de aquellos cadáveres; el betún cuarteado de las botas
y ese decir desligado del verbo; verbos auxiliares,
modos verbales elegantemente suspendidos, elididos,
en la sabia equitación de una vieja práctica.
¿De qué hablás, de qué hablás? Pero si fue ayer...
Fue ayer... Estabas frente al lago de ese río:
qué lejana esa costa, qué neblinosa y mañanera.
Lo tenías todo, no te habías arrastrado en la escoria
de las batallas perdidas antes de empezadas,
no andabas en el orín de estos muertos...
Lo comprendo, no era el Danubio, era el Paraná
que marea porque viene del cielo cerebral, pero aun así...
¿Se justifica la alegre inacción, el pensamiento venteado?
Abeja: la más pequeña de las aves, nace de la carne del buey.
Araña: gusano que se alimenta del aire. Calandria: la que
canta la enfermedad y puede curarla. Perdiz: ave embustera.



Termópilas

Desde este drugstore, y con una gaseosa,
difícil imaginar por qué dejar la piel en un desfiladero:
el mundo era tan ancho y desconocido.
Leónidas, ridiculizado en el vasto territorio del consumo,
se sienta enfrente con su ceño amargo,
fulgor chirle en los ojos,
pide bebida fuerte y mira las palomas.
Problemas, Jerjes aprieta todas las salidas,
la tarjeta de crédito ya no tiene cupo.
Aguantar en nombre de nada,
más difícil que morir por Esparta.



Las cigarras

El sol oculto tras los pinos
y el grito desaforado de la cigarras
cuando el auto se detiene.
Ya no estás aquí, Escipión, y no tengo tu oído.
He visto rodar muchas palabras.
Brillaban, se oscurecían velozmente en el abismo.
Poeta del bien, de los atardeceres de la Romania,
Yo no tengo tu oído ni tu bien,
pero no soy Calígula: mi soledad no está poblada
de rechinar de dientes sino de golpes sordos
como de cuerpos o cosas que caen en el piso de arriba.
En todo caso, poblada, nunca transparente como la tuya.
Y, sin embargo, éste es de algún modo mi bien.
El sol debe ser un escándalo detrás de los pinos;
las impúdicas cigarras cortan el silencio
con un insaciable diamante de vidriero.
Tal precisión me asombra; tal impunidad.
No es éste el sonido de la caída dispersa de objetos,
es un sonido casi industrial y continuo
(no había sierras eléctricas en Roma, nunca
hubieses podido asombrarte así).

Me detuve en el campo. Encendí un cigarrillo.
Hago esto muchas veces cuando viajo. Imagino
el choque de este sonido en mi silencio
como una colosal y aplastante epifanía para vos.
Otro modo de tomar contacto con un universo
de movimientos incomprensibles. No llamo
fascinación a esto, no sé cómo llamarías
a aquello que sentías cuando al atardecer
hacía tocar tierra los objetos
en la verde luz cercana a Roma.
Siento, al escuchar las cigarras,
que alguien está golpeando una vidriera
y veo el rostro de un amigo que gesticula
detrás del vidrio y no oigo
el sonido de su voz. Dispongo únicamente
del sonido abrumador de las cigarras
para sonorizar esta película muda en mi cabeza.
Sé que es poco. Pero yo también estoy hablando de misterio.

Voy a subir al auto. El ruido del motor llenará la cabina.
No oiré a las cigarras. En la primera curva, los pinos
se correrán a la izquierda y el sol me dará en la cara.
Encenderé la radio llena de ruidos parásitos.
Podré recordar el timbre de la voz de mi amigo.
En el auto habrá intimidad creada
por el ronroneo del motor, la radio humana,
el perfume del tabaco.
 

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