Marco Antonio Campos
(Cd. De México, 1949)
En Zamora
Hoy no puedo, hoy estoy duro
de oído tras los años que he pasado
con los de mala tierra pero he vuelto.
Claudio Rodríguez
¿Qué verías ahora, Claudio, si no hubiera sido
así sin más, si no te hubieras ido así sin más?
Es Zamora, ciudad en que viviste,
de hábitos pétreos, morada por vejeces
(diría Silva), cerradamente sombría,
con sus callejuelas céntricas, a la que
una vez aminoraste, pero tarde en la tarde
le diste un abrazo de hijo bueno.
Si anduvieras por aquí, por donde paso,
nombrarías cosas como el niño o mago
que una vez fuiste:
capillas repentinas, iglesias barrocas
que se callan de oro, el mercado (del
que no saldrías), la asimétrica plaza,
y oirías los rezos de la rezandera
agujereando muro y púlpito, el flagelo herido
del mortificado, campanadas de iglesias
que se escuchan hasta el primer medievo,
murmuraciones tristes de vírgenes en las hornacinas.
En el Teatro Principal españolean de a gusto,
y en los cafés, los viejos, para no oír
el parloteo, el chisme, el despropósito,
leen en La Opinión noticias de los treinta,
y en plaza Sagasti pican y picotean los pájaros
que quiebran la médula de la calle Quebrantahuesos.
E imagino, a lo Rodríguez, que entramos hombro a hombro
a un bar humoso, y mátalas callando conversamos a la buena
de Dios de Eliot y de Auden, de místicos castellanos,
de lo sombrío de la gente, y pedimos ya, pero ya,
nos sirvan ya el almuerzo: arroz a la zamorana,
merluza a medio mar, el vino a lo cristiano,
para luego salir, bajar, bajar en “buen compás,
en buena marcha”, y detenernos en pleno julio
en la ribera del Duero, sólo para confirmar
que la música del río, suena, repito: suena,
suena exactamente como se oyen tus poemas.
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