Ibán de León
(Río Grande, Oaxaca, 1980.)
Emergen con el frío de noviembre,
derribada la lluvia:
se llaman Quiebraplatos.
Me recuerdan no sé
qué camino alumbrado de ceniza,
aromas de otros años
que las gallinas colman con sus plumas
de ángeles cerrados
al misterio del aire.
Aparecen entrada la mañana
en la copa del árbol,
sobre el lomo disperso de las bardas;
invaden las paredes de las casas
construidas para habitar la ausencia.
Son moradas si pienso en la nostalgia,
azules, si en las venas de los muertos,
blancas como el vacío,
entre la niebla,
enredaderas últimas del agua,
principio del helado
interminable cuerpo del invierno.
De ese pueblo me quedan los murmullos,
el tiempo misterioso en el baldío.
Pensábamos el mar no conocido
cuando alguien relataba el torbellino,
la arena de una isla
o el ojo enorme
cerrado para siempre por la estaca;
sentados a la sombra de los pájaros,
mirábamos caer esas palabras:
hay un hombre perdido entre los mares,
no vuelve a casa por castigo de los dioses;
su esposa aguarda, insomne, apoyada en la fuerza de su sangre,
el amor que corona a los vencidos;
y era la historia aquella un sorprendente hallazgo de sirenas,
de ruidos esqueléticos,
horrores en la llaga de la casa
y miedos suspendidos de la mano del diablo.
Me hiere comprender que en esos años
el naufragio aguardaba en las orillas del patio,
que jamás volveríamos a escuchar esa historia
sobre el yermo rumor de nuestras infancia.
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