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No. 40 / Junio 2011 |
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Ángel Miquel
(Torreón, Coahuila, 1957; vive en Xochitepec)
Paseante Hay dos estirpes en su linaje. Él, por desgracia, no está con los que se deslizan, sobrios artistas erguidos sobre los hielos que forman la superficie del mundo, y hacen figuras que se celebran ruidosamente, sino con los que a cada paso calan lo que abajo quema, sin mayor ganancia. Pero tiene el consuelo de que tarde o temprano las dos estirpes van dóciles, cadenciosas, al mismo sitio, donde sólo las distingue una inscripción borrosa cincelada en la piedra y el color de las rosas que nutre tanto calcio. Y él, ¿quién es? ¿Donde está? ¿Acaso en esa carne rojiza atormentada por las ganas de amar, en esa espera de que ocurra un milagro que le quite la angustia, en la hilera de ilusiones una tras otra quebrantadas? ¿Dónde está, para tomarse con afecto de la mano y conducirse al buen camino? Busca en la obra dramática que ve todos los días, y no quiere saber si el papel que lo espera con los brazos abiertos es el que quiere actuar hasta que acabe todo. Para limpiar la mente y olvidar el complicado asunto se va a pasear al bosque, un gesto que lo ata con su prehistoria, pues en ese camino al que dan sombra grandes árboles frondosos es el mismo extraviado que sus ancestros. Y ahí, sin saber más que el ritmo de sus pasos, camina para borrarse, como en una pizarra, sintiendo cómo el aire fresco que entrecruza su aliento limpia lo que conoce de sí. Camina, camina, hasta que algo imperioso y antiguo lo detiene: la forma de una piedra. No sabe bien cómo ha llegado hasta esa irradiación, ni hacia dónde abrirá el follaje su mirada inocente el segundo que sigue. No importa, ahí, si el espacio y el tiempo conformaron alguna vez su vida. En esa piedra, perfecta en su tranquila eternidad, se hunde para ser, con ella, majestuosa presencia perdurable. |
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