Nelson Romero
(Ataco, Tolima, 1962)
Tigre
Homenaje al Pequeño Larousse Ilustrado
Te contemplo en un Pequeño Larousse, ilustrando una definición. La jaula del lenguaje no puede con el destello y el rugido, salta a pedazos, desbarrotada. ¿Cómo detener en la definición la aguja del lenguaje enloquecida en tu cerebro?, ¿cómo mancharon la hoja con tu estampa al lado de lo que no puede definirse? Luego de definida, sigilosa huye la palabra hacia la muerte, es como cerrar una puerta y huir, antes de que resucite lo nombrado y te destroce. Quien te nombró debe estar encerrado en la locura, estará destejiendo su propia jaula, golpeando desesperadamente, sin ayuda, en la puerta de lo definido. El lenguaje es una caja negra, adentro guarda unas orejas, un rugido, un manantial para verse, un sabor a muerte entre la lengua, una jungla, un zarpazo en la carne, pero nada de esto es el tigre. El tigre huye de la necesidad de definir. Las palabras tienen rabo para amarrarse al árbol de lo que nombran, no debieran ser empujadas de la jungla hasta la hacinada celda del diccionario, pero se les corta el rabo para que quepan en la definición. Los forjadores de celdas hacen volar la paloma en el cielo de un estrecho párrafo, ella tropieza su cuerpo contra los puntos cardinales y al final muere desangrada por las aristas de la p a l o m a, luego ponen al lado la estampa del ave volando al infinito, para encubrir el crimen. El tigre, por sí solo, se (encierra) en un (paréntesis), entre las aves se abriga para que pasen por encima de su cuerpo los muros de la academia, los acentos mudos, la gutural, la vibratoria que lo cercena y así las palabras no lo coronen vanamente. A su cuerpo lo adjetivó el relámpago. De ahí la imposibilidad de ser tomado por asalto. La palabra, transformada en serpiente, lo ha seguido hasta el río donde él bebe la sangre del crepúsculo, para dejarse comer y luego atravesarse en su garganta y decir: ¡lo nombré!, pero el tigre es sigiloso y el instinto es el arma contra la trampa de la Palabra vestida de serpiente que no puede inocularle su veneno. Misteriosamente, en ese instante, el tigre y la luz son uno solo y la palabra queda en la orilla del río, tras la desaparición del animal, buscándose a sí misma como la moneda arrojada al laberinto por los falsos reyes, por el dios de la barbarie y los ídolos que pesan el mundo y lo venden al mejor postor. El tigre, devorador de Aladino, conoce la noche y en los tiempos de peligro una mitad está en vigilia para cuidar la otra mitad que duerme, pues la palabra –su enemiga sanguinaria- entra a la selva a buscarlo. Ante la imposibilidad de atraparlo, regresa al diccionario con amargura, sin la presa, para volver a ser la definición al lado de la estampa en alguna página de ese desconsolado y Pequeño Larousse.
Nocion de los árboles
Los árboles resucitan,
hacen sillas, mesas, tambores, comen tranquilos,
bailan un rato y vuelven a morir. Así se la han pasado siempre.
No rezan, no tienen miedo de la oscuridad
ni de los cuchillos que les arroja la luz. Algunos fuman, otros nacieron con el corazón
invertido y sus raíces cuelgan invisibles de la bondad, pero estos son pocos
o ya se extinguieron de la tierra. Se volvieron negros, pero gotean luz.
En la hojarasca vomitan el pasado. Sus flores están en el futuro
y sin embargo florecen en el presente. No quieren saber
que la angustia fluye o es lo que se queda quieto.
Ellos viven en el otro movimiento, en la otra quietud.
Bajo sus ramas la presencia súbita de un animal los desorienta, entonces si pasas
en ese instante, la locura de un árbol puede derribarte de un hachazo
y derramar los tesoros o las armas de la caja de tu cerebro.
En ese momento la resurrección es un peligro, porque antes que el Rey,
resucita su avaricia, o no mueren sus mantos que serán vestidos de nuevo.
Los árboles a veces se bañan en el río de sombra, desnudos son hermosos,
celebran con sus orgías las fiestas en honor a sus dioses, pero antes pagan
la deuda a sus demonios, casi siempre les llevan flores secas y un manojo de tierra fría
como alimento. Salvo la presencia del animal, a veces de la manada
o de la horda, no hay otra pesadilla en sus reinos donde el tiempo quemó sus quenas.
Para ellos el cielo es un manto robado, escondido bajo la tierra, custodiado por el Templo.
Saben resucitar y en eso nos llevan ventaja, pues mueren y al otro día
ya están celebrando con viento y hojas su otro nacimiento.
Cuando les cae la nieve, el animal huye de la blancura,
entonces alcanzan la más alta esencia.
Nelson Romero es egresado de la licenciatura en Filosofía y Letras de la Universidad Santo Tomás. Publicó en 1988 el poemario Días Sonámbulos; con su libro Rumbos ganó el Primer Premio en el Concurso Nacional de Poesía “Fernando Mejía Mejía” de Manizales, en 1992; su libro Surgidos de la Luz obtuvo en 1999 el IX Premio Nacional de Poesía Universidad de Antioquia; recientemente obtuvo el Premio Nacional de Poesía Ciudad de Bogotá 2007, por su libro Obras de Mampostería; además, recibió el Premio Nacional Universitario de Poesía “Euclides Jaramillo” de la Universidad de Armenia, entre otros reconocimientos. También ha publicado Grafías del Insecto (2005) y La Quinta del Sordo (2006). Fue incluido en Inventario a Contraluz, muestra de la poesía colombiana contemporánea (2000) y Antología de la Poesía Colombiana publicada este año por la revista española Alucema de España. Los poemas para esta publicación son tomados del libro inédito Homenaje al Trigre.
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